GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ - El amor en los tiempos del cólera









La viuda de Nazaret no faltó nunca a las citas ocasionales de Florentino Ariza, ni aun en sus tiempos más atareados, y siempre fue sin pretensiones de amar ni ser amada, aunque siempre con la esperanza de encontrar algo que fuera como el amor, pero sin los problemas del amor. Algunas veces era él quien iba a su casa, y entonces les gustaba quedarse empapados de espuma de salitre en la terraza del mar, contemplando el amanecer del mundo entero en el horizonte. Él puso todo su empeño en enseñarle las trapisondas que había visto hacer a otros por los agujeros del hotel de paso, así como las fórmulas teóricas pregonadas por Lotario Thugut en sus noches de juerga. La incitó a dejarse ver mientras hacían el amor, a cambiar la posición convencional del misionero por la de la bicicleta de mar, o del pollo a la parrilla, o del ángel descuartizado, y estuvieron a punto de romperse la vida al reventarse los hicos cuando trataban de inventar algo distinto en una hamaca. Fueron lecciones estériles. Pues la verdad es que ella era una aprendiza temeraria, pero carecía del talento mínimo para la fornicación dirigida. Nunca entendió los encantos de la serenidad en la cama, ni tuvo un instante de inspiración, y sus orgasmos eran inoportunos y epidérmicos: un polvo triste. Florentino Ariza vivió mucho tiempo en el engaño de ser el único, y ella se complacía en que lo creyera, hasta que tuvo la mala suerte de hablar dormida. Poco a poco, oyéndola dormir, él fue recomponiendo a pedazos la carta de navegación de sus sueños, y se metió por entre las islas numerosas de su vida secreta. Así se enteró de que ella no pretendía casarse con él, pero se sentía ligada a su vida por la gratitud inmensa de que la hubiera pervertido. Muchas veces se lo dijo: 

– Te adoro porque me volviste puta. 

Dicho de otro modo, no le faltaba razón. Florentino Ariza la había despojado de la virginidad de un matrimonio convencional, que era más perniciosa que la virginidad congénita y la abstinencia de la viudez. Le había enseñado que nada de lo que se haga en la cama es inmoral si contribuye a perpetuar el amor. Y algo que había de ser desde entonces la razón de su vida: la convenció de que uno viene al mundo con sus polvos contados, y los que no se usan por cualquier causa, propia o ajena, voluntaria o forzosa, se pierden para siempre. El mérito de ella fue tomarlo al pie de la letra. Sin embargo, porque creía conocerla mejor que nadie, Florentino Ariza no podía entender por qué era tan solicitada una mujer de recursos tan pueriles, que además no paraba de hablar en la cama de su congoja por el esposo muerto. La única explicación que se le ocurrió, y que nadie pudo desmentir, fue que a la viuda de Nazaret le sobraba en ternura lo que le faltaba en artes marciales. Empezaron a verse con menos frecuencia a medida que ella ensanchaba sus dominios, y a medida que él exploraba los suyos tratando de encontrar alivio a sus viejas dolencias en otros corazones desperdigados, y por fin se olvidaron sin dolor.


_____________

2 comentarios:

  1. Muy oportuno este ejercicio de memoria, recordando al sin par Gª Márquez.
    He vuelto a sonreír con eso de que cada uno viene al mundo con sus polvos contados.
    Tengo que felicitarte por la brillantez literaría y estética con la que adornas tus sensuales entadas.
    Un abrazo.

    ResponderEliminar
  2. Gracias, Juan L.!!! :)

    Besos.

    ResponderEliminar

Sedúceme con tus palabras...