Mostrando entradas con la etiqueta Anchee Min. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Anchee Min. Mostrar todas las entradas

ANCHEE MIN - Azalea roja (II)






II

Inevitable amor



     El día programado para su regreso anduve kilómetros para darle la bienvenida. Cuando el tractor apareció en un camino transversal, el corazón estuvo a punto de saltarme por la boca. Ella bajó de un brinco y corrió hacia mí. Su bufanda se fue volando. El tractor continuó avanzando. De pie ante mí, estaba guapísima con su uniforme.
     ¿Lo viste?, le pregunté, recogiendo su bufanda y devolviéndosela. ¿Leopardo?, sonrió mientras cogía la bufanda. ¿Y?, añadí yo. Me pidió que no volviera a mencionar nunca más el nombre de Leopardo en nuestras conversaciones. Todo ha terminado, no pasó nada. Le pregunté qué había sucedido. Nos sentimos tan extraños como antes. ¿Estaba allí?, insistí. Sí, estaba. ¿Hablasteis? Sí, nos saludamos. ¿Qué más? Leímos los informes de nuestras compañías, y eso es todo.
     No parecía dolida. Su mal de amores había desaparecido. Dijo: Nuestro gran líder el presidente Mao nos enseña: «Un proletario primero debe liberarse a sí mismo para liberar al mundo.» Me frotó la nariz. Le dije: Hueles a jabón. Me contestó que había tomado un baño en el Cuartel General. Ese era el trato especial que daban a los secretarios del Partido. Tenía algo importante que contarme. Me dijo que pronto dejaría la compañía.
      Cerré los ojos y me relajé en sus brazos. Permanecimos echadas apaciblemente durante un buen rato. Ahora soy yo la que desearía que fueras un hombre, le dije. Me contestó que eso ya lo sabía. Me abrazó más fuerte. Escuché el sonido de su corazón aporreando. Aparentábamos no estar tristes. Éramos valientes.
     Yan me contó que la habían destinado a una compañía aislada, la Compañía Treinta. Necesitaban un secretario del Partido y comandante para dirigir a ochocientos jóvenes. ¿Por qué tú? ¿Por qué no Lu? Es una orden —me dijo—. No me pertenezco a mí sola. Le pregunté si la nueva compañía estaba muy lejos. Respondió que eso temía. Dijo que era horrible, lo mismo que aquí, peor seguramente porque estaba más cerca del mar. Le pregunté si quería ir allí. Contestó que no confiaba en poder conquistar esa tierra, que no entendía cómo se había vuelto tan miedosa. Dijo que no quería dejarme. Sonrió con tristeza y recitó un refrán: «Cuando el invitado se ha ido, el té no tarda en enfriarse.» Yo le respondí que mi taza de té nunca se enfriaría.
     Lu apagó temprano la luz. La compañía había tenido una dura jornada recogiendo arroz. En la habitación, los ronquidos subían y bajaban. Yo estaba contemplando la luz de la luna cuando sentí las manos de Yan que me tocaban con ternura la cara. Sus manos me acariciaron el cuello y los hombros. Dijo que su obligación era aguantar el dolor de dejarme. Los ojos se me llenaron de lágrimas. Pensé en Pequeña Hoja y en el hombre instruido. Su dicha y el precio que pagaron. Lloré. Yan me abrazó. Dijo que no podía contenerse. Su sed era espantosa.
     Yan echó las mantas por encima de las dos. Respiramos nuestros alientos. Tomó mis manos para que tocaran sus pechos. Ella también me acariciaba, temblando. Murmuró que desearía poder expresarme la felicidad que yo le procuraba. Le pregunté que si para ella yo era Leopardo. Me envolvió con sus brazos. Dijo que nunca hubo ningún Leopardo. Fui yo quien lo creó. Le dije que era la misión que ella me había dado. Me contestó: Hiciste un gran trabajo. Le pregunté si sabía lo que estábamos haciendo. Respondió que no sabía nada aparte del Pequeño Libro Rojo. Le pregunté qué cita se aplicaba a aquella situación. Recitó: «Uno aprende a librar la batalla librando la batalla.»
     Le dije que no podía verla porque mis lágrimas no dejaban de brotar. Susurró: Olvídate de mi marcha por ahora. Le dije que no podía. Dijo: Quiero que me obedezcas. Siempre te ha ido bien cuando me has obedecido. Lamió mis lágrimas y dijo que era así como iba a recordarnos a las dos.
     Deslicé lentamente mis manos por su camisa. Guió mis dedos para que desabrochara su sostén. Los botones estaban ajustados, eran cinco. Finalmente, el último se soltó. En el momento en que toqué sus pechos, sentí un dulce sobresalto. Mi corazón latió desordenadamente. Un caballo salvaje se libró de sus riendas. Susurró algo que no pude oír. Yan era nieve que se fundía. Yo ya no sabía qué papel estaba interpretando: su hombre imaginado o yo misma. El caballo salvaje continuó cabalgando. Me trasladé a donde salía el sol. Sus labios tenían el color de un tomate. Dentro de mí se levantó un vendaval mezclado con truenos. Estaba embelesada por el deseo. Quería ser tocada. Sus manos me rozaron los pechos. Mi mente enloqueció. Mis sentidos se reanimaron frenéticamente con un fuego violento. Le rogué que me abrazara con fuerza. Oí una suave voz que se elevaba en la parte posterior de mi cabeza pidiéndome que me detuviera. Al vacilar, ella tomó mis labios y me besó ardientemente. La suave voz desapareció. Me perdí en las caricias.



Anchee Min: Azalea roja. Autobiografía. Barcelona, 1994. Ediciones B. Traducción de Rosa Arruti.

_______________________

ANCHEE MIN - Azalea roja (I)







I

Pequeña Hoja



     Pequeña Hoja tenía dieciocho años. Su cama estaba junto a la mía. Era pálida, tan pálida que la exposición al sol a lo largo de todo el día no alteraba el color de su piel. Sus dedos eran delgados y finos. Esparcía excrementos de cerdo como si ordenara joyas. Caminaba con gracia, como un sauce movido por una suave brisa. Sus largas trenzas se balanceaban sobre su espalda. Bajaba la mirada al suelo cada vez que hablaba. Era tímida. Pero le gustaba cantar. Me contó que la había criado su abuela, quien había sido cantante de ópera antes de la Revolución Cultural. Había heredado su voz. A sus padres les habían enviado a trabajar a unos remotos campos petrolíferos porque eran intelectuales. Iban a casa una vez al año, la víspera del Año Nuevo. Nunca había llegado a conocer mucho a sus padres, pero se sabía todas las óperas antiguas a pesar de que nunca las cantaba en público. En público cantaba Mi patria, una canción que se había hecho popular desde la Liberación. Su voz era el orgullo de nuestro pelotón. Nos ayudaba a superar el duro trabajo, a superar los días en que teníamos que levantarnos a las cinco y trabajar en los campos hasta las nueve de la noche.
     Era osada. Tenía la osadía de adornar su hermosura. Se ataba las trenzas con cordones de colores mientras el resto de nosotras nos atábamos las trenzas con gomas marrones. Su feminidad nos ridiculizaba. Yo la observaba y percibía el peligro de su temeridad. Yo había sido líder de los guardias rojos. Conocía las reglas. Sabía cuál era la fina línea que separaba lo correcto de lo incorrecto. Observaba a Pequeña Hoja. Su belleza. Quería atarme las trenzas con cordones de colores cada día, pero no tenía coraje para demostrar mi desprecio a las reglas. Siempre había sido buena.
     Tenía que admitir que Pequeña Hoja era muy hermosa. Pero tanto yo como el resto de mujeres soldados decíamos que no lo era. Nos poníamos gomas marrones. El color del barro, de los excrementos de cerdo, de nuestras mentes. Porque nosotras creíamos que un verdadero comunista nunca se preocupaba por su aspecto. La belleza del alma era lo único por lo que había que preocuparse. Pequeña Hoja nunca se peleaba con nadie. No hacía caso de lo que decíamos. Sonreía para sí. Bajaba la mirada al suelo. Sonreía, desde el corazón, a sí misma, a sus cordones de color, y se sentía satisfecha. Sin importar lo cansada que estuviera, Pequeña Hoja caminaba siempre cuarenta y cinco minutos hasta el lugar donde había agua caliente y volvía cargada con agua para lavarse. Se limpiaba el barro de las uñas con paciencia y alegría. Cada atardecer se lavaba dentro de su mosquitera mientras yo yacía en la mía, observándola, con mis uñas como las de una zarpa apoyadas en los muslos.
     Pequeña Hoja me enseñó orgullosa cómo utilizaba restos de tejidos para confeccionarse bonitas prendas de ropa interior, bordadas delicadamente con flores, hojas y pájaros. Tendió una cuerda cerca de nuestra pequeña ventana, entre nuestras camas, de la que colgaba su ropa interior para que se secara. En nuestra habitación vacía, aquella cuerda era como una galería de arte.
     Pequeña Hoja me perturbaba. Perturbaba a las compañeras de habitación, al pelotón y a la compañía. Atraía nuestras miradas. No podíamos evitar mirarla. Los más gandules no podían retirar la vista de ella, de esa criatura llena de encanto burgués. Yo desdeñaba mi propio deseo de mostrar mi juventud. Un deseo despreciable, me decía a mí misma cientos de veces. Yo tenía diecisiete años y medio. Admiraba el coraje de Pequeña Hoja, el coraje de volver a diseñar las ropas que nos daban: estrechaba sus camisas por la cintura; rehacía los pantalones para que las piernas parecieran más largas. No se sentía avergonzada de sus pechos plenos. A primera hora del atardecer cargaba con los dos contenedores de agua, la espalda recta y el pecho henchido. Caminaba hasta nuestra habitación cantando. Tras ella el cielo era de un azul aterciopelado. Los soldados varones, medio hombres medio monos, la contemplaban cuando pasaba a su lado. Era la Venus del atardecer de la granja. Yo la envidiaba y la adoraba. En junio se atrevió a salir sin sujetador. Yo odié mi sujetador cuando la vi caminando hacia mí, con los senos vibrantes. Hizo que me sintiera marchita sin siquiera haber florecido.





Anchee Min: Azalea roja. Autobiografía. Barcelona, 1994. Ediciones B. Traducción de Rosa Arruti.
_________________________