I
Pequeña Hoja
Pequeña Hoja tenía dieciocho años. Su cama estaba junto a la mía. Era pálida, tan pálida que la exposición al sol a lo largo de todo el día no alteraba el color de su piel. Sus dedos eran delgados y finos. Esparcía excrementos de cerdo como si ordenara joyas. Caminaba con gracia, como un sauce movido por una suave brisa. Sus largas trenzas se balanceaban sobre su espalda. Bajaba la mirada al suelo cada vez que hablaba. Era tímida. Pero le gustaba cantar. Me contó que la había criado su abuela, quien había sido cantante de ópera antes de la Revolución Cultural. Había heredado su voz. A sus padres les habían enviado a trabajar a unos remotos campos petrolíferos porque eran intelectuales. Iban a casa una vez al año, la víspera del Año Nuevo. Nunca había llegado a conocer mucho a sus padres, pero se sabía todas las óperas antiguas a pesar de que nunca las cantaba en público. En público cantaba Mi patria, una canción que se había hecho popular desde la Liberación. Su voz era el orgullo de nuestro pelotón. Nos ayudaba a superar el duro trabajo, a superar los días en que teníamos que levantarnos a las cinco y trabajar en los campos hasta las nueve de la noche.
Era osada. Tenía la osadía de adornar su hermosura. Se ataba las trenzas con cordones de colores mientras el resto de nosotras nos atábamos las trenzas con gomas marrones. Su feminidad nos ridiculizaba. Yo la observaba y percibía el peligro de su temeridad. Yo había sido líder de los guardias rojos. Conocía las reglas. Sabía cuál era la fina línea que separaba lo correcto de lo incorrecto. Observaba a Pequeña Hoja. Su belleza. Quería atarme las trenzas con cordones de colores cada día, pero no tenía coraje para demostrar mi desprecio a las reglas. Siempre había sido buena.
Tenía que admitir que Pequeña Hoja era muy hermosa. Pero tanto yo como el resto de mujeres soldados decíamos que no lo era. Nos poníamos gomas marrones. El color del barro, de los excrementos de cerdo, de nuestras mentes. Porque nosotras creíamos que un verdadero comunista nunca se preocupaba por su aspecto. La belleza del alma era lo único por lo que había que preocuparse. Pequeña Hoja nunca se peleaba con nadie. No hacía caso de lo que decíamos. Sonreía para sí. Bajaba la mirada al suelo. Sonreía, desde el corazón, a sí misma, a sus cordones de color, y se sentía satisfecha. Sin importar lo cansada que estuviera, Pequeña Hoja caminaba siempre cuarenta y cinco minutos hasta el lugar donde había agua caliente y volvía cargada con agua para lavarse. Se limpiaba el barro de las uñas con paciencia y alegría. Cada atardecer se lavaba dentro de su mosquitera mientras yo yacía en la mía, observándola, con mis uñas como las de una zarpa apoyadas en los muslos.
Pequeña Hoja me enseñó orgullosa cómo utilizaba restos de tejidos para confeccionarse bonitas prendas de ropa interior, bordadas delicadamente con flores, hojas y pájaros. Tendió una cuerda cerca de nuestra pequeña ventana, entre nuestras camas, de la que colgaba su ropa interior para que se secara. En nuestra habitación vacía, aquella cuerda era como una galería de arte.
Pequeña Hoja me perturbaba. Perturbaba a las compañeras de habitación, al pelotón y a la compañía. Atraía nuestras miradas. No podíamos evitar mirarla. Los más gandules no podían retirar la vista de ella, de esa criatura llena de encanto burgués. Yo desdeñaba mi propio deseo de mostrar mi juventud. Un deseo despreciable, me decía a mí misma cientos de veces. Yo tenía diecisiete años y medio. Admiraba el coraje de Pequeña Hoja, el coraje de volver a diseñar las ropas que nos daban: estrechaba sus camisas por la cintura; rehacía los pantalones para que las piernas parecieran más largas. No se sentía avergonzada de sus pechos plenos. A primera hora del atardecer cargaba con los dos contenedores de agua, la espalda recta y el pecho henchido. Caminaba hasta nuestra habitación cantando. Tras ella el cielo era de un azul aterciopelado. Los soldados varones, medio hombres medio monos, la contemplaban cuando pasaba a su lado. Era la Venus del atardecer de la granja. Yo la envidiaba y la adoraba. En junio se atrevió a salir sin sujetador. Yo odié mi sujetador cuando la vi caminando hacia mí, con los senos vibrantes. Hizo que me sintiera marchita sin siquiera haber florecido.
Anchee Min: Azalea roja. Autobiografía. Barcelona, 1994. Ediciones B. Traducción de Rosa Arruti.
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Sublime. La lucha entre el bien y el mal, lo correcto y lo incorrecto, la libertad y las ataduras. Todo desde un plano cargado de sentimientos y una sensualidad implícita, que te hace imaginar la escena y desear estar allí para ser espectador en primera fila.
ResponderEliminarMuchas gracias L por contarnoslo.
Un beso en libertad