D. H. LAWRENCE - Mujeres enamoradas









     Le miró mientras él se sentaba sobre la orilla. Había cierta rigidez mojigata de escue­la dominguera sobre él, mojigata y detestable. Y sin embargo, al mismo tiempo, su molde era tan rápido y atractivo, proporcionaba una sensación tan grande de libertad: el molde de sus cejas, de su mandíbula, de todo su cuerpo, era tan vivo en alguna parte, a pesar de su aspecto enfermizo.
     Y era esa realidad de sentimientos que él creaba en ella la que hacía crecer un bello odio hacia él. Había su maravillosa y deseable rapidez vital, la rara cuali­dad de un hombre radicalmente deseable, y había al mismo tiempo el ridículo y maligno borrarse en un Salvator Mundi y un profesor de escuela dominical, un mojigato del tipo más tieso.
     Él miró hacia ella. Vio su rostro extrañamente arrebatado, como inflamado desde dentro por un poderoso y dulce fuego. Su calma quedó paralizada de asombro. Ella estaba rodeada y calentada por su propio fuego viviente. Paralizado de asombro y de atracción pura, perfecta, él se movió hacia ella. Estaba sentada como una reina extraña, casi sobrenatural en su centelleante riqueza sonriente.
     —La cuestión respecto del amor —dijo él mientras se ajustaba rápidamente su conciencia— es que odia­mos el mundo porque lo hemos vulgarizado. Su expre­sión debiera ser prescrita, prohibida por tabú durante muchos años, hasta que consigamos una idea nueva, mejor.
     Hubo un rayo de comprensión entre ellos.
     —Pero siempre significa la misma cosa.
     —Ah, por Dios, no, que no signifique eso ya —exclamó él—. Deje que desaparezcan los viejos signifi­cados.
     —Pero sigue siendo amor —persistió ella.
     Una luz extraña, perversa, le brillaba desde los ojos de ella.
     Él vaciló, frustrado, retrayéndose.
     —No —dijo él—, no es así. Dicho de ese modo, ja­más. Jamás en el mundo. No tiene sentido pronunciar la palabra.
     —Debo dejarle a usted la decisión de sacarlo del Arca del Pacto en el momento adecuado —se burló ella.
     Se miraron de nuevo. Ella se puso de pie repentina­mente, le volvió la espalda y se alejó caminando. Él se levantó también lentamente y fue hacia el borde del agua, donde poniéndose en cuclillas comenzó a entre­tenerse inconscientemente. Cogiendo una margarita la dejó caer sobre el estanque, de manera que el tallo era como una quilla y la flor flotaba como un peque­ño lirio acuático, mirando con su rostro abierto hacia el cielo. Dio una lenta vuelta alrededor de sí misma, con una danza lenta de derviche, a medida que se alejaba. Él la miró y lanzó luego otra margarita al agua, y otra después de ésa, y se sentó contemplándolas con ojos brillantes, absueltos, sentado sobre la orilla. Úrsula se volvió para mirar. Era poseída por un senti­miento extraño, como si estuviese ocurriendo algo. Pero todo era intangible. Y estaba instalándose sobre ella alguna especie de control. Ella no podía saberlo. Sólo podía contemplar los pequeños discos brillantes de las mariposas derivando lentamente sobre el agua oscura, lustrosa. La pequeña flotilla se movía hacia la luz, una compañía de puntos blancos en la distancia.
     —Vamos a la orilla para seguirlos —dijo ella, teme­rosa de estar más tiempo aprisionada en la isla. Y desembarrancaron la batea.
     A ella le gustó estar de nuevo sobre la tierra libre. Caminó a lo largo del talud hacia la esclusa. Las mar­garitas estaban desparramadas sobre el estanque, pe­queñas cosas radiantes como una exaltación, puntas de exaltación aquí y allá. ¿Por qué le emocionaban a ella tan fuerte y místicamente?
     —Mire —dijo él—, su barco de papel púrpura las escolta y forman un convoy de balsas.
     Algunas de las margaritas se acercaron lentamente hacia ella, vacilando, creando un pequeño cotillón tí­mido y brillante sobre la oscura agua clara. Su candor alegre y brillante la emocionó tanto cuando se acerca­ron que casi estalló en lágrimas.
     —¿Por qué son tan encantadoras? —exclamó—. ¿Por qué me parecen tan encantadoras?
     —Son flores preciosas —dijo él, sintiéndose compri­mido por los tonos emocionales de ella—. Sabe que una margarita es una compañía de florecillas, un con­curso hecho individual. ¿No las sitúan los botánicos en el lugar más alto de la línea de desarrollo? Creo que sí.
     —Las compuestas sí, pienso —dijo Úrsula, que nun­ca estaba muy segura de nada. Cosas que sabía per­fectamente bien en un momento parecían hacerse du­dosas al siguiente.
     —Explíquelo entonces —dijo él—. La margarita es una perfecta democracia pequeña, por lo cual es la más alta de las flores, y de ahí su encanto.
     —No —exclamó ella—, no..., nunca. No es demo­crática.
     —No —admitió él—. Es la muchedumbre dorada del proletariado, rodeada por una espectacular valla blanca de ricos ociosos.
     —¡Qué odiosos... sus odiosos órdenes sociales! —ex­clamó ella.
     —¡Bastante! Es una margarita..., la dejaremos tran­quila.
     —Hágalo. Déjela ser una vez caballo oscuro —dijo ella—, si algo puede ser un caballo oscuro para usted —añadió satíricamente.
     Quedaron uno junto a otro olvidadizos. Como si es­tuviesen algo aturdidos, ambos estaban inmóviles, ape­nas conscientes. El pequeño conflicto en el que habían caído desgarraba su conciencia, les había dejado como dos fuerzas impersonales allí en contacto.
     Él se hizo consciente del lapso. Deseaba decir algo, volver a un terreno nuevo y más común.
     —¿Sabe —dijo— que vivo aquí en el molino? ¿No piensa que podemos pasar algunos buenos ratos?
     —¿Es así? —dijo ella, ignorando toda su implicación de intimidad admitida.
     Él se recompuso al punto, se hizo normalmente distante.
     —Si descubro que puedo vivir suficientemente por mí mismo —continuó él—, abandonaré mi trabajo. Ha llegado a morir para mí. No creo en la humanidad de la cual pretendo ser parte, me importan un bledo los ideales sociales, odio la forma orgánica agonizante de la humanidad social..., por lo cual trabajar en la edu­cación no puede ser distinto de hacer trampas. Aban­donaré ese trabajo tan pronto como tenga las cosas bastante claras, mañana quizás, y esté solo.
     —¿Tiene bastante para vivir? —preguntó Ursula.
     —Sí..., tengo aproximadamente cuatrocientas libras anuales. Eso me lo pone fácil.
     Hubo una pausa.
     —¿Y qué hay de Hermione? —preguntó Ursula.
     —Se terminó, finalmente..., un puro fracaso, y nun­ca habría podido ser de otro modo.
     —¿Pero se siguen conociendo el uno al otro?
     —Mal podríamos pretender ser extraños, ¿verdad?
     Hubo una pausa obstinada.
     —¿Pero no es eso una medida a medias? -acabó preguntando Úrsula.
     —No lo pienso así —dijo él—. Usted podrá decirme si lo es.
     Hubo otra vez una pausa de algunos minutos. Él es­taba pensando.
     —Uno debe arrojar lejos todo, todo...; dejar que todo se vaya para conseguir esa y última cosa que desea.
     —¿Qué cosa? —preguntó ella con desafío.
     —No lo sé..., libertad juntos -dijo él.
     Ella hubiese deseado que él hubiera dicho «amor». 
    


D. H. Lawrence: Mujeres enamoradas. Barcelona, 1983. Editorial Bruguera. Traducción de Antonio Escohotado.

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