HARUKI MURAKAMI - 1Q84







Capítulo 2

TENGO
Una idea un tanto diferente




     El primer recuerdo de Tengo era de cuando tenía un año y medio. Su madre se había quitado la blusa, había desanudado el lazo de la combinación blanca y daba el pecho a un hombre que no era su padre. Un bebé yacía en una cuna; probablemente fuera Tengo. El se veía a sí mismo en tercera persona. Aunque quizá fuera su hermano gemelo… No, no lo era. Aquél debía de ser el propio Tengo, con un año y medio de edad. Lo sabía por intuición. El bebé estaba dormido, con los ojos cerrados, y podía oírse débilmente cómo respiraba. Para Tengo, aquél era el primer recuerdo de su vida. Aquella escena de apenas diez segundos había quedado grabada con nitidez en las paredes de su mente. No había antes ni después. El recuerdo estaba completamente solo, aislado, como un pináculo en una ciudad anegada por una gran riada, cuya cabeza asoma por encima de la superficie turbia del agua.
     Cada vez que se le presentaba la oportunidad, Tengo preguntaba a las personas que lo rodeaban qué edad tenían en el primer recuerdo de sus vidas. La mayoría, cuatro o cinco años. Como muy pronto, tres años. Nadie solía recordar cosas de una edad más temprana. Era como si un niño debiera tener al menos tres años para poder presenciar y comprender, con cierta lógica, las situaciones que ocurrían a su alrededor. En fases previas, todo se reflejaba como un caos incomprensible. El mundo era cenagoso como una papilla diluida, carecía de armazón y resultaba elusivo. Se escapaba por la ventana sin llegar a constituir un recuerdo en el cerebro.
     Por supuesto, un lactante de un año y medio de edad no puede juzgar qué significa el hecho de que un hombre que no es su padre chupe los pezones de su madre. Eso es evidente. Por lo tanto, si aquel recuerdo de Tengo fuera verdadero, la escena se le habría quedado grabada en la retina tal y como la vio, sin ser enjuiciada. Igual que una cámara que graba mecánicamente los cuerpos en la cinta de celuloide, amalgamando luz y sombra. Y a medida que la mente se desarrolla van analizándose paulatinamente las imágenes reservadas y fijadas y se les da un sentido. Pero ¿podría haber sucedido aquello en la realidad? ¿Es posible que tal imagen se almacene en el cerebro de un lactante? ¿No sería, acaso, un mero falso recuerdo? Una invención de la memoria: Tengo también había considerado esa posibilidad. Pero había llegado a la conclusión de que lo más seguro es que fuera imposible. Era demasiado vívida y tenía un poder persuasivo demasiado profundo como para ser una invención. La luz, el olor, las palpitaciones allí presentes. El realismo que emanaba era sobrecogedor; no podía ser una falsificación. Además, suponiendo que fuera real, daba sentido a muchas cosas. De manera lógica y emotiva.
     A veces aquella imagen nítida aparecía, sin previo aviso, durante unos diez segundos. Ni un presagio, ni una prórroga. Sin llamar a la puerta. Lo visitaba de repente cuando viajaba en el tren, cuando escribía fórmulas matemáticas en el encerado, cuando comía o cuando charlaba con alguien (como, por ejemplo, en ese preciso instante). Avanzaba arrasando todo, como un tsunami silencioso. Cuando se daba cuenta, ya se alzaba ante él y los miembros se le dormían por completo. El tiempo se detenía durante un instante. A su alrededor, el aire se enrarecía y le costaba respirar. La gente y los objetos que lo rodeaban se convertían en cosas ajenas a él. La pared líquida engullía su cuerpo. Aunque sentía que el mundo se iba cerrando y quedando a oscuras, sus sentidos no se desvanecían. Tan sólo se trataba de un cambio de agujas en las vías de su vida. En parte, sus sentidos se volvían más agudos aún. No tenía miedo. Pero no podía abrir los ojos. Tenía los párpados bien cerrados. Los ruidos que lo rodeaban se iban alejando. Y entonces esa imagen familiar se proyectaba varias veces en la pantalla de su mente. Le sudaba todo el cuerpo. Sentía cómo la zona de las axilas de la camisa se humedecía. El cuerpo empezaba a temblarle ligeramente. Sus latidos eran más rápidos y fuertes.
     Cuando estaba con alguien, Tengo fingía sentirse mareado. La verdad era que se parecía a un mareo. Pasado cierto tiempo, todo volvía a la normalidad. Sacaba un pañuelo del bolsillo, se lo llevaba a la boca y se quedaba quieto. Levantaba la mano en señal de que no pasaba nada, para que el acompañante no se preocupara. A veces se terminaba en treinta segundos; otras, continuaba durante más de un minuto. Durante ese tiempo, la misma imagen se repetía automáticamente, como en la función de repeat, si lo comparamos con una cinta de vídeo. La madre se desanudaba el lazo de la combinación y el hombre le chupaba los pezones erectos. Ella cerraba los ojos y jadeaba. El nostálgico olor de la leche materna flotaba tenuemente en el ambiente. El olfato es el órgano más desarrollado en un bebé. Puede enseñar muchas cosas. En ciertas ocasiones, puede enseñarlo todo. No se oía ni un solo ruido. El aire se convertía en un líquido espeso. Sólo percibía, por lo bajo, sus propios ruidos cardiacos.
     «Míralo», le decían. «Mira sólo eso», le decían. «Estás aquí; no tienes ningún otro sitio adonde ir», le decían. El mensaje se repetía incansablemente.
     El «ataque» de esta vez fue largo. Tengo cerró los ojos, se llevó un pañuelo a la boca, como siempre, y lo mordió con fuerza. No sabía durante cuánto tiempo había estado así. Cuando todo terminó, la única forma de saber la duración era por el cansancio corporal. Estaba exhausto. Era la primera vez que se sentía tan fatigado. Pasó algún tiempo hasta que fue capaz de abrir los párpados. Sus sentidos deseaban despertarse cuanto antes, pero el sistema de músculos y vísceras ofrecían resistencia. Como un animal en estado de hibernación que se confunde de estación y se despierta antes de tiempo.
     «¡Eh, Tengo!», había estado gritando alguien desde hacía un rato. Aquella voz sonaba vagamente, desde las profundidades de una caverna. Tengo se dio cuenta de que era su nombre. «¿Qué te pasa? ¿Es lo de siempre? ¿Estás bien?», decía la voz. Esta vez lo oyó desde un poco más cerca.
     Por fin abrió los ojos, se centró y observó su mano derecha, agarrada al borde de la mesa. Confirmó que el mundo no se había desintegrado, que él seguía estando allí y seguía siendo el mismo. Aún sentía cierto entumecimiento, pero aquélla era su mano derecha, sin duda. También olía a sudor. Era un olor extrañamente salvaje, como el que se percibe delante de la jaula de alguna bestia en los zoológicos. Sin embargo, aquél era el olor que él mismo desprendía, no cabía duda.
     Tenía sed. Tengo estiró la mano, alcanzó el vaso de la mesa y bebió la mitad del agua, prestando atención a no derramarla. Una vez que descansó y recobró el aliento, se bebió la otra mitad. Su mente regresó, progresivamente, a su sitio, y sus sentidos volvieron a la normalidad. Depositó el vaso vacío sobre la mesa y se secó los labios con el pañuelo.

(...)




Haruki Murakami, 1Q84. Barcelona, 2011. Tusquets Editores - Edición Andanzas.

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4 comentarios:

  1. Una historia atrevida. Incluso perversa.

    Besos,

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  2. LLevo unos meses pensando en leerlo....... ¿me lo recomiendas?
    besos.

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  3. Una minúscula parte de todo el entramado.

    Besos, José Carlos.

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  4. No sé qué decirte, Capitán, pues no conozco tus gustos literarios. De todos modos fui tan osada de recomendarlo en una ocasión y creo que gustó. ^_^

    Ya me contarás si al final te animas a leerlo o no.

    Besos.

    Pd.: qué extraño se me hace el tuteo!!!

    XD

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