Por un momento, casi me convencí de que yo era como todos los hombres, sobre todo los latinoamericanos, que buscan su satisfacción inmediata y les importa un puro carajo la de la mujer. Fui mi mejor abogado; me convencí en seguida de que éste no era mi caso, yo le había prodigado calor y atención a Diana Soren, mi paciencia no estaba en duda, mi pasión tampoco. Ella era tan voraz como yo deseoso de complacerla. Si el placer masculino al que ella se refirió esa mañana era el simple, directo de montarla y venirme, jamás lo hice sin todos los preámbulos, el foreplay, que la urbanidad sexual indica para satisfacer a la mujer y llevarla a un punto anterior a la culminación que conduzca, con suerte, al orgasmo compartido, el coito emocionante, hecho por partes idénticas de carne y de espíritu: venirse juntos, viajar al cielo… ¿Fallé en otro capítulo? Los revisé todos.
Le pedí felación cuando intuí que ella quería mamar verga, que agarrarla de la nuca y acercarla a mi pene levantado como a una esclava dócil era el placer que queríamos los dos. Pero también entendí cuando lo que quería ella era el cunilingüe lento y asombrado con el que mi lengua iba descubriendo el sexo invisible de Diana, avergonzándome de la obstrusión brutal de mi propia forma masculina, güevona, evidente como una manguera abandonada en un jardín de pasto rubio; en ella, en Diana, el sexo era un lujo escondido, detrás del vello, entre los repliegues que mi lengua exploraba hasta llegar al pálpito mínimo, nervioso, azogado y azorado, de su clítoris de mercurio puro. Los sesenta y nueves no faltaron, y ella poseía la infinita sabiduría de las verdaderas amantes que conocen la raíz del sexo del hombre, el nudo de nervios entre las piernas, a distancia igual entre los testículos y el ano, donde se dan cita todos los temblores viriles cuando una mano de mujer nos acaricia allí, amenazando, prometiendo, insinuando uno de los dos caminos, el heterosexual de los testículos o el homosexual del culo. Esa mano nos mantiene en vilo entre nuestras inclinaciones abiertas o secretas, nuestras potencialidades amatorias con el sexo opuesto o con el mismo sexo. Una amante verdadera sabe darnos los dos placeres y darlos, además, como promesa, es decir, con la máxima intensidad de lo solamente deseado, de lo incumplido. El amor total siempre es andrógino.
Carlos Fuentes, Diana o la cazadora solitaria (1994). Editorial Alfaguara - Colección Alfaguara Hispánica.
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Realmente, es la pura realidad, buena elección de artículo y el llegar a encontrar a la pareja que nos una en esa vorágine, de desenfreno y pasión, Uffff, besos.
ResponderEliminarBuen homenaje a Carlos Fuentes, una persona comprometida, de caracter extrovertido y concienciado con su entorno. Una gran pérdida para la literatura universal.
ResponderEliminarBesos.
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ResponderEliminarSe nos ha ido uno de los grandes. Buen homenaje. La pequeña muerte y el sexo que nos recuerda que estamos vivos frente a la muerte definitiva.
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