Estoy tumbada en la gran cama, todos los nervios pulsando, la vagina latiendo, esperando que mi amante venga a mí. Las piernas se estiran lánguidas mientras admiro su suave blancura en la oscuridad.
Reflejados en el cristal de un gran cuadro enmarcado en el pasillo, se me revelan todos sus movimientos mientras le veo desnudarse en el cuarto de baño. Veo los músculos ondeando en la espalda y los brazos mientras se quita la camiseta. Pronto saldrá desnudo, su falo duro y erecto diciéndome cuánto me desea, lo ansioso que está por hacerme el amor.
Enciendo la radio y me acuerdo de pronto del contestador del teléfono. Dios mío, ¿y si ha llamado Bart, y su voz brama: «Prepárate, nena. Voy para allá a besar tu dulce vientre»?
O Peter, que siempre lo planea todo con antelación. Su cerrado acento de Nueva Inglaterra podría anunciar de pronto: «Confirmado el sábado, querida, llevaré una botella de Soave. Te veré a las ocho».
Desconcecté el contestador, sólo por si acaso.
Se apaga la luz del baño, y una figura masculina se perfila en el umbral de la puerta. En las paredes y el techo danzan sombras gigantescas a la oscilante vela de la mesilla. Él recorre a zancadas el corto pasillo mientras sus ojos se acostumbran a la débil luz de la habitación. Puedo ver en la penumbra la silueta de su hermoso cuerpo y siento sus manos fuertes cuando toca la cama, y a mí.
Se desliza entre las suaves sábanas y me abraza, respirando en mi oído con su aliento caliente. Su olor es fresco, limpio y vivo, una mezcla de jabón irlandés, dentífrico de menta, elixir y
aftershave de almizcle.
Siento que mi cuerpo se caldea entre sus brazos, todos los sentidos ansiosos de la promesa que me ofrece.
Sus manos me acarician la espalda, el muslo, y trazan expertos círculos hacia el tupido pubis, que ya se humedece anticipando. Allí, en ese espeso nido negro y rizado, penetra los pliegues y acaricia suavemente el clítoris. Un torrente de éxtasis fluye en mi interior mientras yo me agito ante su contacto, juntando las piernas para atrapar en mi vulva el rítmico movimiento de su mano. Me está besando, lamiendo con furia, chupándome el cuello y los pechos como un gatito. Toma un pezón con la boca y le pasa la lengua hasta que se endurece. Su contacto provoca una corriente eléctrica que se funde con el fuego de mi entrepierna.
Me acaricia un pecho mientras entre besos y mordiscos se dirige hacia el otro y hacia la cintura, hacia la redondez de mi estómago. Poco a poco, me acaricia suavemente desde el pecho a las caderas.
Una embriagadora ola de deseo fluye por mí, llenándome, derramándose, inundándome de calor.
Mientras su lengua busca la hendidura de mi ombligo, jugando, cosquilleando, atormentando, un respingo involuntario me hace jadear, luego reír. Él también se ríe y me besa allí para recordarne qye sabe dónde tengo cosquillas. Su lengua de nuevo en el ombligo, me hace dar otro respingo.
Sus manos descienden lentamente a mis caderas, acarician la parte interior de los muslos y las hendiduras que perfilan el hueso púbico. Mis caderas responden a su contacto y lanzo la pelvis hacia él, hacia su lengua inquieta. Jadeo.
Sus dedos recorren la cicatriz en mi abdomen, y él la besa desde el montículo del amor hasta el ombligo, y se tiende sobre mí para cogerme el rostro entre las manos y besarme con pasión. Sus dedos se enredan entre mi pelo mientras me besa ansioso.
Siento la dureza de su pene contra mí, y apenas soy consciente de mis débiles gemidos mientras nuestras lenguas hacen voraces el amor.
Como combatientes en la arena, rodamos a un lado y otro, estrechándonos con fuerza en desesperado abrazo.
Yo me aparto primero, jadeando.
—Eres muy buen amante.
—Para eso hacen falta dos
—responde él.
Aprieto su fuerte falo erecto y lentamente muevo arriba y abajo la suave piel que lo recubre, arriba y abajo. Gime de placer. Nuestros movimientos, como en un ballet, son lentos y gráciles.
Me vuelvo para besar su terso y duro estómago, paso la lengua sobre el diminuto cráter de su ombligo y entierro la nariz en el fino vello rizado de su entrepierna. Cojo en la boca el magnífico falo y lentamente me muevo arriba y abajo para cubrirlo, la lengua en círculos sobre la punta mientras él gime arrebatado. Estoy de rodillas a su lado, y él se ha tumbado debajo de mí para encontrar mis pliegues vaginales. Con la otra mano me agarra un pecho como si fuera una pelota de tenis, apretándolo, pellizcándolo mientras me lanza salvajemente el puño en el coño.
Solamente percibo la piel, el dulce gesto picante de su falo en la boca. Siento la luz de la luna de Florida filtrándose entre las cortinas de la ventana, mezclada con el oscilante naranja de la vela, perfilando en la cama su cuerpo musculoso.
La música de la radio me late en la cabeza. Muevo los labios y las caderas al ritmo de los latidos mientras hago el amor sin prisas, con ese magnífico falo en la boca, y él me explora la vulva con los dedos.
Suelto el falo, alzo las caderas y paso una pierna por encima de su cuerpo, montándole a horcajadas. Guío el gigantesco aparato hasta mi vulva empapada y me siento en él, sintiendo la enormidad de su pene llenando mi vagina cuando mis músculos se tensan estrechándole. Lenta, muy lentamente, me alzo hasta desnudar todo el falo menos la punta y entonces vuelvo a deslizarlo en mi interior, arriba y abajo, arriba y abajo, arriba y abajo, hasta que él gime:
—¡Sí, sí!
Y yo cabalgo gozosamente, cabalgo, cabalgo, cabalgo.
Cuando me inclino hacia adelante, él agarra mis senos, los acaricia, los chupa con pequeños mordiscos hasta que me dejo caer sobre su pecho, todo el cuerpo temblando de pasión.
Los movimientos excitan mi clítoris palpitante y mi deseo alcanza el clímax.
No quiero que se acabe el momento.
Sofoco un grito al sentir una oleada de sensaciones y todo mi cuerpo responde al terremoto con un trémulo espasmo.
Él me alza suavemente, aún empalada en la gigantesca lanza, y me sostiene los hombros mientras embiste en estocadas, hundiendo su falo húmedo en mi vagina ansiosa. Inclino la cabeza hacia adelante, mi pelo cubre su rostro, y me muevo arriba y abajo, gimiendo, pidiendo más.
Me inundo, sus besos me cubren. Muevo la lengua deprisa entre sus dientes, y él responde con un beso que me pega a él, y me debato buscando aire. Me aparto para respirar, gimiendo de placer, saltando, saltando.
Cabalgo en la creta de una ola de sensación, como si me llevara a lo más alto de la cima. En mi cabeza, fuegos artificiales, redoble de campanas.
Literalmente.
El agudo y persistente timbre del teléfono me arrastra la conciencia hasta el presente. ¿Quién puede ser a estas horas? Miro el dial luminoso del reloj: es más de medianoche.
—No hagas caso
—dice él abrazándome, ahogando mi grito, besándome otra vez.
Seis insistentes timbrazos más y ya no puedo ignorarlo.
Todavía a horcajadas sobre su lanza, cojo el teléfono ofensivo.
—¿Sí?
—la frialdad de mi voz traiciona mi molestia.
Kimberly, de doce años, vive en la costa oeste. Allí es tres horas más temprano.
—Abuela
—dice su vocecita en el auricular
—, ¿qué estás haciendo?
Cucu Lee, «Una noche en Florida», en Lonnie Barbach, Interludios eróticos. Barcelona, 1990. Ediciones Martínez Roca, S.A. - Traducción de Sonia Tapia.
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