Me ruboricé violentamente, como agitado por un fuego interior. Ubertino debió de advertirlo, o quizá percibió el ardor de mis mejillas, porque enseguida añadió:
—Pero debes aprender a distinguir entre el fuego del amor sobrenatural y el deliquio de los sentidos. Hasta a los santos les cuesta distinguirlos.
—Y... ¿cómo se reconoce el amor bueno? —pregunté tembloroso.
—¿Qué es el amor? Nada hay en el mundo, ni hombre ni diablo ni cosa alguna, que sea para mí tan sospechoso como el amor, pues éste penetra en el alma más que cualquier otra cosa. Nada hay que ocupe y ate más al corazón que el amor. Por eso, cuando no dispone de armas para gobernarse, el alma se hunde, por el amor, en la más honda de las ruinas. [...] Porque si el alma, indefensa, se entrega al fuego del amor, a pesar de no ser éste carnal, también acaba cayendo, o bien agitándose en el desorden. Oh, el amor tiene efectos muy diversos; primero ablanda el alma, luego la enferma... Pero más tarde ésta siente el fuego verdadero del amor divino, y grita, y se lamenta, y es como piedra que en el horno se calcina, y se deshace y crepita lamida por las llamas...
—¿Y es bueno ese amor?
Ubertino me acarició la cabeza, y al mirarlo vi que sus ojos estaban llenos de lágrimas:
—Sí, éste sí que es amor bueno. —Retiró la mano de mis hombros—. ¡Pero qué difícil, qué difícil es distinguirlo del otro! Y a veces, cuando tu alma es tentada por los demonios, te sientes como el hombre colgado del cuello: con las manos atadas a la espalda y los ojos vendados, suspendido de la horca, pero aún vivo, sin nadie que lo ayude ni lo conforte ni lo cure, girando en el vacío...
Su rostro ya no estaba sólo bañado de lágrimas sino también cubierto por un velo de sudor.
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