MIGUEL ÁNGEL BUJ - La terrible historia de los vibradores asesinos





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   [...] Pero antes pernoctamos dentro del camión en un aparcamiento en los alrededores de Madrid. Sin bajar de la cabina, porque hacía un frío que pelaba, Claudita dio cuenta de dos bolsas de Doritos, un bocadillo de jamón, queso y tortilla, y un frasco de pepinillos en vinagre; yo, de los dos huevos fritos traídos desde Barcelona en la bolsa que el viernes me habían dado al comprar la gaseosa. Después escuchamos música clásica en la radio (el Fary). Cuando empecé a dar cabezadas, Claudita se escabulló en la parte trasera, la oculta por la cortinilla, para darme una sorpresita. Así, en medio de la modorra escuché un frufrú de ropa; y, de pronto, hasta el cambio de marchas volaron un toldo con aspecto de braga y un sujetador que en las sombras de la noche confundí con Batman. Oí después a Claudita carraspear y eructar con la boca cerrada. Luego canturreó dulcemente:

—¡Yujuuuuuuu! ¡Ajoooooooooooonioooooooo!

     Cuando asomé la cabeza a la cueva no vi nada porque no había luz. Debido a lo cual tropecé, reboté sobre unas chichas y fui a caer en la rendija que Claudita me había reservado entre su opulento cuerpo y la pared. Como había tenido la cautela de entrar tal cual vine al mundo, y era el caso que Claudita calzaba igual vestimenta, comenzamos a hacer lo que cualquier pareja de tiernos amantes en igual situación, bien que dificultada mi actividad por la angostura del lugar. Solo podía mover con soltura el brazo izquierdo y los músculos de la cara. De esa guisa, mientras Claudita suspiraba palabras de amor y yo gruñía un sordo rumor con la cabeza creo que aprisionada en uno de sus sobacos, logré palpar con un dedo un agujero o hendidura que, por no ser muchas las que tienen la mujeres y ser aquella de notable profundidad, identifiqué con aquella que más utilizan las féminas en tales lances. Por tal motivo introduje allí, como pude y con gran mérito, aquella parte de mi ser más semejante a un Big Julius (siquiera el parecido sea remoto) comenzando a continuación un grácil movimiento pélvico que fue interrumpido bruscamente, a los tres segundos, por siete violentas sacudidas de la completa personalidad de Claudita, quien, desternillándose, me aplastó otras tantas veces contra la pared, dejándome de nuevo magullado e inconsciente.

     Debió transcurrir algo más de una hora hasta que, agobiado por la asfixia que un movimiento de Claudita me produjo, volví en mí.

—Eiiiingggghhhh... ¿Cl… Claudita?
—Ajonio.... ¡Ay, Ajonio, cómo eres! —oí en la oscuridad.
—¿Cómo soy? —pregunté deseando saber en realidad cómo estaba.
—¡Qué gracia! ¡Qué cosquillas! ¡Nunca antes me lo habían hecho por el ombligo!




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