La presidenta de las señoras de Acción Católica me ha pedido que escriba mi autobiografía. Quieren publicarla en una edición corta, muy cuidada, no venal, que se regalará a los miembros de la asociación para que sirva de ejemplo a sus hijas en estos tiempos tan libres que vivimos. Cuentan con la ayuda económica del Ayuntamiento, que ya ha aprobado por unanimidad la propuesta en el último pleno. No me sorprende: casi todos los concejales han pasado por mi escuela y conservan un recuerdo cariñoso de su antigua maestra. Se trata —así lo he entendido— de un homenaje a tantos años de dedicación a los niños y de un reconocimiento a mi labor y mis méritos.
Yo he agradecido a la presidenta la iniciativa de las señoras de Acción Católica y la generosa colaboración del Ayuntamiento, pero les he hecho ver las dificultades del proyecto, los gastos y el esfuerzo que supone y los escasos beneficios que pueden derivarse de ello. ¿A quién va a interesarle hoy la vida de una oscura maestra de escuela? Y, sobre todo, ¿a quién le será útil?
De mis primeros años poco puedo contar. Fui una niña buena y una joven seria. Mis hermanos se casaron y se fueron con sus mujeres. Sin que nadie lo formulara de manera explícita, se dio por hecho que yo cuidaría de papá y mamá y de la tía Sabina, que no tenía un duro. Nosotros no éramos tampoco ricos, pero mi padre tenía un retiro decente y la casa era nuestra, herencia de mi madre. Con eso y con mi sueldo de maestra vivíamos sin estrecheces aunque modestamente.
A los treinta años me di cuenta de que era una solterona. No es que fuera más fea o más antipática que otras chicas del pueblo que se casaron. Creo que, sencillamente, tuve mala suerte. La guerra me cogió con diecisiete años y cuando acabó había pocos hombres y muchas mujeres donde escoger. Yo era tímida y algo sosa; nunca he tenido picardía y pienso que ésa fue la causa de que ningún hombre del pueblo me echase cuentas.
Como el trabajo de maestra me dejaba muchas horas libres y mis padres todavía podían valerse por sí mismos me puse a estudiar idiomas; primero francés y después inglés, italiano, alemán... El conocimiento de lenguas extranjeras fue fundamental en mi vida y me ayudó a realizarme plenamente como mujer y como ser humano.
A los treinta y tres años —una edad en la que tantos grandes hombres acabaron su vida— decidí hacer un viaje a Francia, a París. Ya leía con bastante soltura y me ilusionaba practicar la lengua hablada y conocer una ciudad que entonces me parecía el centro del mundo.
Vi a aquel hombre en un café, en el barrio latino. Me di cuenta de que me observaba y me puse colorada hasta las orejas, cosa habitual en mí. Fingí abstraerme en el estudio del plano de la ciudad, pero él vino a mi mesa y se ofreció para servirme de guía. No había tenido muchas ocasiones de hablar, dada mi timidez, y acepté. Salimos juntos del café y paseamos por la orilla del Sena hasta el Vert-Galant. Allí, él me pasó el brazo por los hombros mientras me contaba no sé qué historia sobre un templario quemado vivo. Yo no atendía a lo que decía, sólo oía los latidos desbocados de mi corazón. Cuando me empujó contra un macizo de plantas y me hizo caer al suelo me asusté. Quise gritar, pero él me metió su lengua en la boca y me apretó con su cuerpo contra el suelo. Todo sucedió como en un sueño. No sé si eran mis lágrimas o si, en efecto, había niebla, pero todo lo recuerdo envuelto en una bruma gris y espesa, todo solitario y en silencio; sólo se oía su jadeo y después el sonido de mis pasos al correr. Volví al hotel, disimulando lo mejor posible mis medias destrozadas, el desorden del pelo y las manchas de sangre en la ropa. Recogí el equipaje y regresé inmediatamente al pueblo.
Cuando me tranquilicé, me di cuenta de que me había gustado. Recordaba con un estremecimiento de placer el sabor de su boca, su aliento, la violencia de su abrazo y, sobre todo, su entrega. Sí, su entrega: la presión de sus brazos y de su cuerpo aprisionando el mío y después su laxitud, su dulce languidez. Era una sensación compleja, excitante y sobrecogedora, que trastornó mi tranquila existencia de maestra de escuela de un pueblo de menos de diez mil habitantes. Supe que tenía que volver a sentir aquello, que la vida era insípida y gris si no podía sazonarla, iluminarla con aquel placer que me arrebataba y me transportaba a un mundo al que sólo me había asomado, pero al que ya no podía renunciar.
No fue un paso fácil. Tardé algún tiempo en decidirme a hacer otro viaje. Al comienzo me satisfacía con la simple evocación de lo ocurrido, pero al cabo de unos meses sentí la imperiosa necesidad de vivir de nuevo aquella experiencia.
Volví a París, porque con el pretexto de practicar el idioma podía dejar unos días a mis padres y a mi tía sin más explicaciones.
Empecé ya a disfrutar y a excitarme con los preparativos del viaje, aunque me asaltaba el temor de no poder llevarlo a buen término. ¿Y si la primera vez había sido todo obra de la casualidad? Quizá nunca más un hombre volvería a mirarme con ojos de deseo ni se lanzaría sobre mí como una fiera hambrienta. Pero mis temores resultaron vanos. Tuve suerte o quizá lo que sucedía era que, lejos del pueblo, se desarrollaba en mí un oscuro instinto, un atractivo sutil que la rutina de mi trabajo y mi timidez coartaban allí.
He de decir, sin falsas modestias, que nunca en mis viajes me costó gran esfuerzo atraer a un hombre y que, incluso, me permití escoger. Muy pronto me percaté de que para llegar al culmen del placer, a una satisfacción completa y total tenía que hacerlo con un hombre de características especiales, que respondiese al tipo que se considera más viril: fornido, bien musculado, de barba cerrada y abundante vello corporal, olor fuerte y, sobre todo, de impulsos violentos. Me producía un placer indescriptible sentirme oprimida, estrujada, aplastada por un cuerpo poderoso, sabiendo que, al final, se entregaría, se plegaría a mi cuerpo y yo bebería su aliento mientras él languidecía entre mis brazos, sobre la hierba húmeda... Porque me gustaba hacerlo en los parques y al anochecer. Creo que esto fue un pequeño vicio, una manía que se me quedó de aquella primera experiencia en el Vert-Galant. No siempre he podido darme ese gusto, pero cuando lo consigo mi placer es perfecto, absoluto, incomparable.
Después de la segunda vez me puse a estudiar inglés con aplicación y al cabo de seis meses me sentía capacitada para hacer un viaje a Londres. Más tarde fueron Roma, Berlín, Colonia... siempre grandes ciudades y siempre previo estudio del idioma correspondiente.
Estos viajes no sólo me han proporcionado todo el placer de que he disfrutado en mi vida sino que me permitieron hacer bien a los demás. Los niños de mi escuela aprendieron conmigo los rudimentos de idiomas que les permitieron destacar en su trabajo de adultos o, al menos, emigrar en mejores condiciones. Su contribución a mi homenaje es buena prueba de que estiman lo que hice por ellos. Y otro tanto he de decir de la paciencia y cariño con que atendí a mis padres en su larga enfermedad y a mi tía Sabina en su vejez de inválida exigente. Eran mis propias cuñadas quienes, avergonzadas de que todo el peso de la familia cayese sobre mí, me animaban a emprender aquellos viajes de los que siempre volvía con renovados ánimos.
No digo esto por disculparme. Yo sé que lo que hacía puede parecer moralmente censurable, pero ésta es una cuestión entre Dios y yo, y con nadie más accederé a discutirlo. La única persona a quien revelé en parte aquella necesidad mía de poseer de vez en cuando a un hombre fue a mi confesor, a don Luis, un alma pura, un verdadero santo que comprendía que de alguna parte había de sacar yo fuerzas para vivir encerrada todo el año con tres viejos enfermos y una patulea de niños alborotadores. Pero no acababa de entenderlo por completo. Me decía: "Hija mía, ya que no puedes prescindir de eso, ¿por qué no lo haces con uno del pueblo? A lo mejor os arregláis y te casas, y no tienes que andar por esos mundos de Dios".
Pero a mí, precisamente, lo que me gustaba era el anonimato, el desconocimiento del otro, el encuentro rápido, animal, de dos cuerpos que se desean y luchan hasta que uno vence. Sólo eso. Y cuando no es así, cuando el otro se empeña en hablar, en contar cosas de su vida e indagar sobre la mía, entonces yo no puedo. Lo único que puedo hacer es sacrificarme, como con mis niños y mis viejos, dejar que el otro disfrute de su placer, sin ninguna satisfacción por mi parte.
Don Luis no podía entenderlo, ni yo quise nunca entrar en detalles, pero la cosa era bien clara y para mí no tenía dudas desde que pasó lo del Eusebio.
Un día, muertos ya mis padres, cuando andaba yo por los cuarenta y tantos, Eusebio, el de los ultramarinos, que había vuelto de Alemania con dinero, se me metió en casa con un pretexto tonto y me arrinconó en el pasillo de abajo, junto a la escalera. Jadeaba y farfullaba incoherencias mientras me apretaba contra su cuerpo. Olía a sudor acre y por el cuello entreabierto de la camisa le asomaba una mata de vello negro y lustroso. Me gustaba. Siempre me ha gustado enredar los dedos en el vello y sentir la piel húmeda y el latir de la sangre en el cuello, en el sexo, en el pecho. Busqué como otras veces la fuente de aquel latido violento que pasaba de su cuerpo al mío y me dejé arrebatar por él. Mi boca se pegó a su boca, mi mano buscaba ansiosa su corazón, iba ya a poseerlo cuando, inesperadamente, el Eusebio se apartó un segundo para mirarme a la cara y me dijo: "Y por la tía Sabina no te preocupes: la juntamos con mi madre y tan contentas las dos". No pude seguir. Guardé la navaja en el bolsillo de la falda y lo rechacé. Le dije que venía gente o algo parecido y nunca le di la oportunidad de acercárseme otra vez.
No fue el temor lo que me llevó a actuar de ese modo. Yo hubiera podido tener mi satisfacción como otras veces y decir después que me había atacado y que yo me había defendido. ¿Quién dudaría de mi palabra? ¿Quién pensaría en otros motivos? Pero si no sentía placer, ¿para qué hacerlo? Así que tuve que seguir con mis viajes, que cada vez, hay que decirlo, presentan mayores dificultades, porque no es fácil a mi edad encontrar un hombre que reúna las características que yo necesito. Otras mujeres buscan compañía, ternura, amistad, entendimiento intelectual o espiritual, o, incluso, un simple placer fisiológico que puede comprarse con dinero. Yo no. Para mí, placer quiere decir deseo puro y mutuo, encuentro de dos cuerpos anónimos, lucha y posesión completa, total.
Pero me temo que esto no lo van a entender las congresistas de Acción Católica, ni los concejales del ayuntamiento, ni los ex-alumnos que han colaborado en mi homenaje. Por eso le he dicho a la presidenta que será mejor que me den una comida y una de esas bandejas de plata que llevan los nombres de todos los participantes, y que, acaso más adelante, cuando yo haya muerto, publiquen estos papeles por si a alguien pudieran serle útiles.
Marina Mayoral, «En los parques, al anochecer» en: Relatos eróticos, VVAA., Madrid, 1990. Editorial Castalia.
_________________
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Sedúceme con tus palabras...