Cositas a evitar...



Las contracturas innecesarias:





Las soluciones demasiado baratas:








Los embarazos no deseados:








Llevar el fetichismo a su grado más extremo:








Ver cosas raras donde no las hay:









Pero sobre todo... Los ANÓNIMOS.

Cierto es que algunos de los que comentan en este blog son respetuosos. Pero también hay de los otros, de los que dañan, lían, corrompen, desvirtúan y joden... Anónimos que ven como única finalidad de este blog la de ponerse cachondos y, ya de paso, cascársela a mi salud. Anónimos tan ignorantes que no saben que hay escritos eróticos incluso en la Biblia. Anónimos que no ven la belleza, sensualidad y erotismo de muchos de los videos que muestro. Anónimos para los que la palabra "porno" es el centro de atención. Anónimos extremadamente cerrados de mente. Anónimos con prejuicios y falta de tolerancia. Anónimos, por ende, peligrosos. Anónimos, éstos, que no tienen cabida en este blog.






Y, como el botoncito que he activado para que no se les ocurra dejar ni un solo comentario más por aquí abarca a todos los anónimos en general, pagarán justos por pecadores.

Una pena...

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Relax


 




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CHARLES BUKOWSKI - Mujeres



*** Por si llegaran a leerlo algún día:

- a la persona que me recomendó este libro allá por el mes de octubre;
- a bukoski ("chupo", para los amigos ^_^), por emular de manera tan divertida al genuino y compartir esos hilarantes escritos en el Nido de poetas, cuentistas, y otros;
- al bibliotecario que me consiguió un ejemplar.

GRACIAS!!!!!!!!! Y un guiño:

;)







CAPÍTULO 73



     La semana siguiente bebí menos. Iba al hipódromo a respirar aire puro, tomar el sol y caminar. Por la noche bebía, preguntándome por qué seguía todavía vivo, cómo funcionaba el destino. Pensé en Katherine, en Lydia, en Tammie. No me sentía muy bien.
     La noche del viernes sonó el teléfono. Era Mercedes.
     —Hank, me gustaría pasarme por allí, pero sólo para charlar y fumar unos porros. Nada más.
     —Ven si quieres.
    Mercedes estaba allí media hora más tarde. Tenía un aspecto sorprendente. Nunca había visto una minifalda tan corta como la que llevaba y sus piernas tenían una pinta espléndida. La besé con alegría. Ella se separó.
     —No pude andar durante dos días después de la última. No me desgarres el pendón otra vez.
     —De acuerdo, prometo que no lo volveré a hacer.
     Fue más o menos lo mismo. Nos sentamos en el sofá con la radio puesta, charlamos, bebimos y fumamos. La besé una y otra vez. No podía parar. Ella actuaba como si lo desease, aunque insistía en que no. El pequeño Jack la amaba, el amor significaba mucho en este mundo.
     —Ya lo creo que sí —dije yo.
     —Tú no me amas.
     —Eres una mujer casada.
     —Yo no amo al pequeño Jack, pero me preocupo mucho por él y él me ama.
     —Me parece muy bien.
     —¿Has estado alguna vez enamorado?
     —Cuatro veces.
     —¿Qué ocurrió? ¿Dónde están ahora?
     —Una está muerta. Las otras tres están con otros hombres.
     Hablamos mucho aquella noche y fumamos buena cantidad de porros. Hacia las dos de la mañana Mercedes dijo:
     —Estoy demasiado pasada para conducir hasta casa. Destrozaría el coche.
     —Quítate la ropa y vente a la cama.
     —Está bien, pero tengo una idea.
     —¿El qué?
     —¡Quiero verte sacudirte esa cosa! ¡Quiera verla estallar a chorros!
     —De acuerdo, eso está bien. Es un trato.
     Mercedes se desnudó y fuimos a la cama. Yo me desnudé y me quedé de pie al borde de la cama.
     —Siéntate para que lo puedas ver mejor.
     Mercedes se sentó en el borde. Escupí en mi palma y empecé a frotarme la polla.
     —¡Oh —dijo Mercedes—, está creciendo!
     —Uh huh...
     —¡Se está haciendo grande!
     —Uh huh...
     —Oh, es toda púrpura con venas enormes! ¡Cómo late! ¡Es horrible!
     —Ya.
     Mientras me cascaba la polla la aproximé a su cara. Ella la observaba. Justo cuando me iba a correr paré.
     —Oh —dijo ella.
     —Oye, tengo una idea mejor...
     —¿Qué?
     —Menéamela tú.
     —Vale.
     Empezó.
     —¿Lo estoy haciendo bien?
     —Un poco más fuerte. Y escupe en tu mano. Frótala toda, no sólo por la cabeza.
     —Muy bien... Oh, Dios, mírala... ¡Quiero verla chorreando jugo!
     —¡Sigue así, Mercedes! ¡OH, DIOS MIO!
     Estaba a punto de correrme. Le aparté la mano de la polla.
     —¡Oh, maldito! —dijo Mercedes.
     Se inclinó y la metió en su boca. Empezó a chupar y succionar, moviendo la lengua por todo lo largo de mi verga mientras sorbía.
     —¡Oh, maldita zorra!
     Entonces quitó la boca de mi polla.
     —¿Qué haces? ¡Sigue! ¡Sigue! ¡Acábalo!
     —¡No!
     —¡Bueno, pues jódete entonces!
     La eché en la cama y salté sobre ella. La besé viciosamente y conduje mi polla a su interior. Ataqué con violencia, bombeando una y otra vez. Rugí y me derramé. Lo vertí todo, sintiéndolo entrar, sintiéndolo humear dentro suyo.





Charles Bukowski, Mujeres. Barcelona, marzo de 2011(vigésima edición). Editorial Anagrama - Colección Compactos. Traducción de Jorge Berlanga.
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ESPIDO FREIRE - "Agosto"



*** Muchas gracias, Espido. Espero que te gusten tanto las imágenes como el video que he escogido como acompañamiento.

:)

POSTDATA A LOS LECTORES: pongo aquí sólo unos cuantos fragmentos de este cuento. Como es un texto difícil de encontrar y la propia autora me ha dado autorización para mostrároslo al completo, si estáis interesados, pedídmelo por e-mail (lo encontraréis en el perfil). 







AGOSTO

[Fragmentos]



(...)

     Había dejado de llorar. Las cosas estaban claras, no había engaños. De vez en cuando, él le daba dinero; otras, se lo ingresaba directamente en la cuenta. Ella necesitaba muy poco para vivir; bien es cierto que tampoco trabajaba mucho, que la tesis abandonada hacía meses ya no servía de coartada para no salir de casa y que, en otras ocasiones, Gabriel, más elegante, le regalaba algo: una caja de zapatos con dos escarpines escarlata, un colgante muy sencillo, un libro de arte con el que ella se entretenía cuando recordaba que lo tenía. Había dejado también de salir con sus amigas, de ir de compras, de pasear cuando se sentía triste. Una vez cada dos o tres días, se arrastraba hasta el supermercado, y en el espejo del portal la sorprendía su mirada huidiza, el pelo amarrado en la nuca de cualquier manera, el cuerpo cada vez más delgado y vulnerable. Se gustaba, y sentía que gustaba. Los hombres se sentían fuertes cuando se veían obligados a protegerla.
     Añoraba a Gabriel hasta la furia, y cada mañana, su ausencia la golpeaba hasta dejarla casi inconsciente. El primer segundo de lucidez, antes de abrir los ojos, era de júbilo, de la incredulidad exaltada de saberse viva. Después, llegaba la certeza de la cama solitaria, la extensión enorme a su derecha sin Gabriel, y la cuenta. Una noche más sin él, sin nada, por lo tanto. Se levantaba abrazándose, como si sintiera frío, y ya sabía que ese día transcurriría similar al anterior, aguardando el teléfono, pendiente de cada sonido del móvil, especulando sobre las excusas y las mentiras que quizá le había contado. Bajo la ducha, el pelo le colgaba pesado sobre la espalda, y recordaba las veces en que él se había duchado en ese mismo lugar, mientras ella le observaba desnuda desde la cama.






(...)

     Cuando él estaba lejos, el olor de su propia piel le resultaba casi insoportable. Se lavaba continuamente, probaba perfumes neutros, desterrados del almizcle, la vainilla y el ámbar, alguno con notas cítricas y limpias, olor a inocencia, a bebé. Entre sus piernas apretadas se encontraba una cadena de recuerdos, y no deseaba liberarlos.


(...)

     Le constaba que Gabriel no la engañaba, que hacía años que no se acostaba con su mujer, y eso le resultaba aún más incomprensible. A ella, en las tardes de abandono mientras esperaba que anocheciera, le palpitaba la garganta, y se le entrecortaba el aliento con sólo evocar el momento en que las piernas de Gabriel se entrecruzaban con las suyas. Mientras él elegía un par de tapas en una terraza, a ella se le iba la mirada a su pubis. Cuando se daba cuenta, la avergonzaba parecer ansiosa, y se pasaba la mano por la cara y por el cuello, intentando relajarse. Él, sin prisa, sin pasiones aparentes, le preguntaba por cosas banales, y a ella le costaba mantener la calma y responderle con la misma serenidad. Quizá era porque él tenía su trabajo, algunos amigos, una casa con problemas y dos hijos pequeños, una vida y una agenda; y ella, no. A ella le quedaban las horas vacías, el deseo insatisfecho, el calor que empapaba su camisón corto cada noche y la esclavitud de una rutina que no sabía romper.
     Nada le importaba. Ni siquiera estaba segura de continuar enamorada de él; le bastaba con sentir el contacto de la piel, el presagio de la invasión en su carne para que su mente quedara en blanco y las manos se movieran solas hacia los lugares precisos. En silencio, sin demasiada prisa, sentía que el semen corría dentro de ella y la calmaba como si se inyectara un tranquilizante. Aquella sed imprecisa cesaba, aquella confusión constante la abandonaba y regresaba el sueño, aunque cada vez la calma durara menos y los encuentros se distanciaran más.
     Los pájaros aleteaban, lloraban en el aire, y Elena cerraba la ventana con un pie, aún tumbada sobre el sofá. Entonces sonó el teléfono. Tendió la mano, y escuchó su voz. Algo le ardía en el estómago, gritos acumulados, el recuerdo lejano de que habían existido otros veranos junto a la piscina, en bikini y bajo el sol, y las miradas de algunos admiradores; otros juegos, otras miradas. Gabriel no se disculpó; nunca lo hacía, daba por hecho que ella estaba tan ocupada como él, que eran dos vidas que de vez en cuando se entrecruzaban, escapaba de la idea de vivir para alguien, de los excesos del amor. A Elena le hubiera gustado que se disculpara, aun sin saber muy bien por qué. Como siempre que le oía, se le olvidaba pensar, y rabiaba por verle, por hundir sus manos en su pelo y morderle la nuca.

(...)

Cuando el pitido sustituyó la voz de Gabriel, su mano permaneció en alto, próxima a su oído, mucho tiempo más. Poco a poco, sintió de nuevo el resto de su cuerpo, el rostro enrojecido, las piernas entumecidas por la presión, el corazón como una  llamarada. Devolvió el teléfono a su lugar, reclinó la cabeza sobre el respaldo del sofá. Los pájaros ya no volaban, y se había hecho completamente de noche.






Espido Freire (WEB - Facebook): "Agosto", en: VVAA, 10 Cuentos eróticos. Suplemento al nº 108 de Quo. Año 2004.

*** Biografía de la autora: http://www.clubcultura.com/clubliteratura/clubescritores/espidoweb/bio.htm

Último libro publicado:

La flor del Norte
(2011)




Novela histórica que nos descubre la desgarradora vida de Kristina Haakonardóttir, la joven princesa de Noruega convertida a la fuerza en infanta de Castilla al desposarse con don Felipe, hermano de Alfoso X El Sabio. Kristina partirá desde sus frías tierras del norte en un viaje hacia Castilla para acabar, fi nalmente, en una Sevilla que comienza a florecer y que le sorprende con costumbres, colores y sensaciones nuevas para ella. Pero todos sus descubrimientos estarán impregnados de sufrimiento y agonía por un destino inevitable a la que su misteriosa enfermedad la conduce. La pobre Kristina morirá traicionada y repudiada lejos de su hogar, entre un pueblo que siempre la vio como la Extranjera. 
     


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LOPE DE VEGA - Soneto 126









                       Desmayarse, atreverse, estar furioso,
                       áspero, tierno, liberal, esquivo,
                       alentado, mortal, difunto, vivo,
                       leal, traidor, cobarde y animoso;

                       no hallar fuera del bien centro y reposo,
                       mostrarse alegre, triste, humilde, altivo,
                       enojado, valiente, fugitivo,
                       satisfecho, ofendido, receloso;

                       huir el rostro al claro desengaño,
                       beber veneno por licor süave,
                       olvidar el provecho, amar el daño;

                       creer que un cielo en un infierno cabe,
                       dar la vida y el alma a un desengaño;
                       esto es amor, quien lo probó lo sabe.




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Besos de domingo!!!





Alocados, salvajes, eléctricos, coloreados,
vibrantes, fogosos, intensos, apasionados
y, a su vez,
dulces, suaves, cálidos, íntimos,
perezosos y placenteros BESOS.



MUACK!

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MARYA JULYA DEL CAMPO GUILERA - Quiero que me violes



*** Gracias por tu generosidad, MARYA J.
Es un honor y un placer ver publicado uno de tus textos en
"La Petite Mort..."

:)








Quiero que me violes.

Que no te lo pida, pero que me demuestres que lo sabes, y yo también. Que me sometas a lo que tú quieras y como tú quieras, y sin embargo, que me tengas en cuenta. Toda mí.

Cógeme del pelo con firmeza y con fuerza, puedes hacerme daño, y a la vez, bésame, dulcemente, como si me rompiera. Tú tienes lo que quieres siempre, y ésta no será una excepción. Muérdeme el labio y mírame fijamente, con dureza, y sonríe para ti mismo; yo no te veré, tendré los ojos cerrados, o vendados, siempre como quieras tú.

Colócame suavemente en la hierba, y llévalo todo a cabo lentamente, pero no te pares. Sabes lo que quieres, y quieres lamerme cada centímetro de piel, hundir tu cabeza entre mis muslos, meterte mi pecho en la boca y saborearlo, mientras yo gimo de miedo, o placer, o de lo que sea, eso ya es cosa mía. A ti te encantan esos gemidos, demuestran que lo haces bien y te da una imagen muy excitante de mí, y que los demás lo oigan, que oigan lo bien que me tocas y lo bien que me chupas, y a la vez, la fuerza que tienes para que no me mueva.

Tu cuerpo entero está encima de mí, para que no pueda resistirme, y con una mano me coges las muñecas; la otra baila.

Inmovilízame y penétrame por sorpresa, de forma que dé un respingo y gima a la vez; hazlo lento, recreándote para que sienta cada centímetro moverse. Cógeme del cuello y observa mi cuerpo contraerse, mis músculos dilatarse, y al revés; mira mis pechos y mi trasero botar, a mi espalda retorcerse, y mis labios vaginales recibirte con ansia, una vez, y otra, y otra... Hasta que cierres los ojos y lo dejes todo dentro de mí, algo que al notar yo, hará que me contraiga y me den contracciones infinitas.

Luego volveré a casa.






Marya Julya Del Campo - "Marya J." (blogger) - Publicado el 27 de agosto de 2011 en:

Marya Julya es una joven estudiante de psicología que, a sus diecinueve años, tiene un prometedor futuro como escritora. Con influencias de Zafón y Setterfield sus libros mezclan intriga, amor y drama. Ha publicado dos libros y, en cuanto encuentre editor, publicará un tercero, ya escrito.     



“Una novela de fantasía, que busca conquistarnos el corazón.” - Yo leo Romántica Adulta.
“Una excelente, fantástica, sublime y demás adjetivos positivos novela”. - JM. Martí.
“La historia es original. El misterio te atrapa, y las relaciones que nos van describiendo logran traspasar el papel.” - Yo leo Romántica Adulta.








“Es un libro que está hecho con mucha imaginación.” - Q. Boadella.
“Son aventuras llenas de acción, oscuras e intrigantes.” - M. A. Aldaba.











(*Pendiente de publicación; busca editor para este libro)





*** Aquí podéis leer una entrevista que le hicieron en 2011:
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8 de marzo - Día de la Mujer



*** Es una pena que tenga que existir una fecha en concreto para recordar lo que valemos,  todo lo que trabajamos, y lo poco que se nos valora muchas veces. ¡Ojalá llegue a ver algún día esa igualdad tan deseada y tan remota aún, estando como estamos en pleno siglo XXI!

Va por vosotras:





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Como ovillo de lana enredado...









Me muevo resoluta, casi altiva,
danzando,
como ovillo de lana enredado,
al son de lisonjas y requiebros,
de imposibles,
de desdichas,
de recuerdos y nomeolvides.
Tropiezo y caigo,
y mi alma sangra con cada desgarro.
Fabricando la mortaja
que mi corazón repele
vivo,
que no es poco.
Y muero a cada rato.


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ENRIQUE IV - Epístolas







"No hay ni un miembro ni un músculo en mi cuerpo
que no me comunique el placer que siento
al estar contigo".



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EMILY DICKINSON






"No puedo vivir contigo..., eso sería vida".

(Emily Dickinson, 1830-1886)



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Copla española popular






"En la orillita del mar     
Suspiraba una ballena,  
Y en sus suspiros decía,
       En amor hay siempre pena".



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Creep


 



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"Esto lo cura todo, todo y todo..."





*** Con estas palabras, mi médico de cabecera me ha extendido la receta de un medicamento. Tres cajas me manda!!! (Me ha debido de ver fatal fatallllll)

En el prospecto no especifica la cantidad diaria que he de tomar. O_o

Y ahora me surge una duda...

¿Alguien sabe qué me ocurriría si me paso con la dosis? :P







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EEVA KILPI - Dime si molesto & Te dejarías follar...








Dime si molesto



Dime si molesto,
dijo él al entrar,
porque me marcho inmediatamente.
No sólo molestas,
contesté,
pones patas arriba toda mi existencia.
Bienvenido.




Te dejarías follar…


¿Te dejarías follar por quince euros? me dijo
en la parada del autobús a las 0.42
rodeados de calles vacías y congeladas.
Primero negué con la cabeza, pero luego le dije:
Por dinero, no, pero si pasas la aspiradora y friegas los platos…
Entonces él, a su vez, se negó
y se dio la vuelta abatido para seguir su camino.





Poemas de Eeva Kilpi, en: VV.AA. (Varios autores), Poesía Nórdica. Ediciones de la Torre - Biblioteca Nórdica. Antología preparada por Francisco J. Uriz y  traducida conjuntamente con José Antonio Fernández Romero. 1054 pp. - ISBN 9788479600977


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Eeva Kilpi (Hiitola, Carelia, Finlandia, 1928). Licenciada en Letras, trabajó como profesora de inglés. Fue presidenta del PEN finlandés. Ha escrito numerosos cuentos y novelas. Más información: AQUÍ.




*** Actualmente estoy buscando una de sus novelas (escrita en 1972 y traducida tanto al francés como al inglés) para mostraros un fragmento:


Tamara


En FRANCÉS - Editorial Paris: 10/18. (2001) Colección 10-18. Subcolección Domaine Étranger. Traducido por Inkeri Tuomikoski.  ISBN/ISSN/DL: 2-264-03184-0
                        - FLAMMARION (ÉDITIONS), 1992. ISBN 2080607960



En INGLÉS - Delacorte Press/S. Lawrence, 1978. ISBN 0440084946
                    - Pocket, 1979. ISBN 0671825712





Francisco Javier Uriz Echeverría, (Zaragoza, 1932). Licenciado en Derecho, profesor de lengua española, poeta, dramaturgo y traductor de autores tan reputados como August Strindberg y otros menos conocidos fuera de Escandinavia. Ha vivido treinta años en Estocolmo y es cofundador de la  Casa del Traductor en Tarazona. En 1996 recibió el Premio Nacional de Traducción por Antología de la poesía nórdica, traducido conjuntamente con José Antonio Fernández Romero.


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ANCHEE MIN - Azalea roja (II)






II

Inevitable amor



     El día programado para su regreso anduve kilómetros para darle la bienvenida. Cuando el tractor apareció en un camino transversal, el corazón estuvo a punto de saltarme por la boca. Ella bajó de un brinco y corrió hacia mí. Su bufanda se fue volando. El tractor continuó avanzando. De pie ante mí, estaba guapísima con su uniforme.
     ¿Lo viste?, le pregunté, recogiendo su bufanda y devolviéndosela. ¿Leopardo?, sonrió mientras cogía la bufanda. ¿Y?, añadí yo. Me pidió que no volviera a mencionar nunca más el nombre de Leopardo en nuestras conversaciones. Todo ha terminado, no pasó nada. Le pregunté qué había sucedido. Nos sentimos tan extraños como antes. ¿Estaba allí?, insistí. Sí, estaba. ¿Hablasteis? Sí, nos saludamos. ¿Qué más? Leímos los informes de nuestras compañías, y eso es todo.
     No parecía dolida. Su mal de amores había desaparecido. Dijo: Nuestro gran líder el presidente Mao nos enseña: «Un proletario primero debe liberarse a sí mismo para liberar al mundo.» Me frotó la nariz. Le dije: Hueles a jabón. Me contestó que había tomado un baño en el Cuartel General. Ese era el trato especial que daban a los secretarios del Partido. Tenía algo importante que contarme. Me dijo que pronto dejaría la compañía.
      Cerré los ojos y me relajé en sus brazos. Permanecimos echadas apaciblemente durante un buen rato. Ahora soy yo la que desearía que fueras un hombre, le dije. Me contestó que eso ya lo sabía. Me abrazó más fuerte. Escuché el sonido de su corazón aporreando. Aparentábamos no estar tristes. Éramos valientes.
     Yan me contó que la habían destinado a una compañía aislada, la Compañía Treinta. Necesitaban un secretario del Partido y comandante para dirigir a ochocientos jóvenes. ¿Por qué tú? ¿Por qué no Lu? Es una orden —me dijo—. No me pertenezco a mí sola. Le pregunté si la nueva compañía estaba muy lejos. Respondió que eso temía. Dijo que era horrible, lo mismo que aquí, peor seguramente porque estaba más cerca del mar. Le pregunté si quería ir allí. Contestó que no confiaba en poder conquistar esa tierra, que no entendía cómo se había vuelto tan miedosa. Dijo que no quería dejarme. Sonrió con tristeza y recitó un refrán: «Cuando el invitado se ha ido, el té no tarda en enfriarse.» Yo le respondí que mi taza de té nunca se enfriaría.
     Lu apagó temprano la luz. La compañía había tenido una dura jornada recogiendo arroz. En la habitación, los ronquidos subían y bajaban. Yo estaba contemplando la luz de la luna cuando sentí las manos de Yan que me tocaban con ternura la cara. Sus manos me acariciaron el cuello y los hombros. Dijo que su obligación era aguantar el dolor de dejarme. Los ojos se me llenaron de lágrimas. Pensé en Pequeña Hoja y en el hombre instruido. Su dicha y el precio que pagaron. Lloré. Yan me abrazó. Dijo que no podía contenerse. Su sed era espantosa.
     Yan echó las mantas por encima de las dos. Respiramos nuestros alientos. Tomó mis manos para que tocaran sus pechos. Ella también me acariciaba, temblando. Murmuró que desearía poder expresarme la felicidad que yo le procuraba. Le pregunté que si para ella yo era Leopardo. Me envolvió con sus brazos. Dijo que nunca hubo ningún Leopardo. Fui yo quien lo creó. Le dije que era la misión que ella me había dado. Me contestó: Hiciste un gran trabajo. Le pregunté si sabía lo que estábamos haciendo. Respondió que no sabía nada aparte del Pequeño Libro Rojo. Le pregunté qué cita se aplicaba a aquella situación. Recitó: «Uno aprende a librar la batalla librando la batalla.»
     Le dije que no podía verla porque mis lágrimas no dejaban de brotar. Susurró: Olvídate de mi marcha por ahora. Le dije que no podía. Dijo: Quiero que me obedezcas. Siempre te ha ido bien cuando me has obedecido. Lamió mis lágrimas y dijo que era así como iba a recordarnos a las dos.
     Deslicé lentamente mis manos por su camisa. Guió mis dedos para que desabrochara su sostén. Los botones estaban ajustados, eran cinco. Finalmente, el último se soltó. En el momento en que toqué sus pechos, sentí un dulce sobresalto. Mi corazón latió desordenadamente. Un caballo salvaje se libró de sus riendas. Susurró algo que no pude oír. Yan era nieve que se fundía. Yo ya no sabía qué papel estaba interpretando: su hombre imaginado o yo misma. El caballo salvaje continuó cabalgando. Me trasladé a donde salía el sol. Sus labios tenían el color de un tomate. Dentro de mí se levantó un vendaval mezclado con truenos. Estaba embelesada por el deseo. Quería ser tocada. Sus manos me rozaron los pechos. Mi mente enloqueció. Mis sentidos se reanimaron frenéticamente con un fuego violento. Le rogué que me abrazara con fuerza. Oí una suave voz que se elevaba en la parte posterior de mi cabeza pidiéndome que me detuviera. Al vacilar, ella tomó mis labios y me besó ardientemente. La suave voz desapareció. Me perdí en las caricias.



Anchee Min: Azalea roja. Autobiografía. Barcelona, 1994. Ediciones B. Traducción de Rosa Arruti.

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ANCHEE MIN - Azalea roja (I)







I

Pequeña Hoja



     Pequeña Hoja tenía dieciocho años. Su cama estaba junto a la mía. Era pálida, tan pálida que la exposición al sol a lo largo de todo el día no alteraba el color de su piel. Sus dedos eran delgados y finos. Esparcía excrementos de cerdo como si ordenara joyas. Caminaba con gracia, como un sauce movido por una suave brisa. Sus largas trenzas se balanceaban sobre su espalda. Bajaba la mirada al suelo cada vez que hablaba. Era tímida. Pero le gustaba cantar. Me contó que la había criado su abuela, quien había sido cantante de ópera antes de la Revolución Cultural. Había heredado su voz. A sus padres les habían enviado a trabajar a unos remotos campos petrolíferos porque eran intelectuales. Iban a casa una vez al año, la víspera del Año Nuevo. Nunca había llegado a conocer mucho a sus padres, pero se sabía todas las óperas antiguas a pesar de que nunca las cantaba en público. En público cantaba Mi patria, una canción que se había hecho popular desde la Liberación. Su voz era el orgullo de nuestro pelotón. Nos ayudaba a superar el duro trabajo, a superar los días en que teníamos que levantarnos a las cinco y trabajar en los campos hasta las nueve de la noche.
     Era osada. Tenía la osadía de adornar su hermosura. Se ataba las trenzas con cordones de colores mientras el resto de nosotras nos atábamos las trenzas con gomas marrones. Su feminidad nos ridiculizaba. Yo la observaba y percibía el peligro de su temeridad. Yo había sido líder de los guardias rojos. Conocía las reglas. Sabía cuál era la fina línea que separaba lo correcto de lo incorrecto. Observaba a Pequeña Hoja. Su belleza. Quería atarme las trenzas con cordones de colores cada día, pero no tenía coraje para demostrar mi desprecio a las reglas. Siempre había sido buena.
     Tenía que admitir que Pequeña Hoja era muy hermosa. Pero tanto yo como el resto de mujeres soldados decíamos que no lo era. Nos poníamos gomas marrones. El color del barro, de los excrementos de cerdo, de nuestras mentes. Porque nosotras creíamos que un verdadero comunista nunca se preocupaba por su aspecto. La belleza del alma era lo único por lo que había que preocuparse. Pequeña Hoja nunca se peleaba con nadie. No hacía caso de lo que decíamos. Sonreía para sí. Bajaba la mirada al suelo. Sonreía, desde el corazón, a sí misma, a sus cordones de color, y se sentía satisfecha. Sin importar lo cansada que estuviera, Pequeña Hoja caminaba siempre cuarenta y cinco minutos hasta el lugar donde había agua caliente y volvía cargada con agua para lavarse. Se limpiaba el barro de las uñas con paciencia y alegría. Cada atardecer se lavaba dentro de su mosquitera mientras yo yacía en la mía, observándola, con mis uñas como las de una zarpa apoyadas en los muslos.
     Pequeña Hoja me enseñó orgullosa cómo utilizaba restos de tejidos para confeccionarse bonitas prendas de ropa interior, bordadas delicadamente con flores, hojas y pájaros. Tendió una cuerda cerca de nuestra pequeña ventana, entre nuestras camas, de la que colgaba su ropa interior para que se secara. En nuestra habitación vacía, aquella cuerda era como una galería de arte.
     Pequeña Hoja me perturbaba. Perturbaba a las compañeras de habitación, al pelotón y a la compañía. Atraía nuestras miradas. No podíamos evitar mirarla. Los más gandules no podían retirar la vista de ella, de esa criatura llena de encanto burgués. Yo desdeñaba mi propio deseo de mostrar mi juventud. Un deseo despreciable, me decía a mí misma cientos de veces. Yo tenía diecisiete años y medio. Admiraba el coraje de Pequeña Hoja, el coraje de volver a diseñar las ropas que nos daban: estrechaba sus camisas por la cintura; rehacía los pantalones para que las piernas parecieran más largas. No se sentía avergonzada de sus pechos plenos. A primera hora del atardecer cargaba con los dos contenedores de agua, la espalda recta y el pecho henchido. Caminaba hasta nuestra habitación cantando. Tras ella el cielo era de un azul aterciopelado. Los soldados varones, medio hombres medio monos, la contemplaban cuando pasaba a su lado. Era la Venus del atardecer de la granja. Yo la envidiaba y la adoraba. En junio se atrevió a salir sin sujetador. Yo odié mi sujetador cuando la vi caminando hacia mí, con los senos vibrantes. Hizo que me sintiera marchita sin siquiera haber florecido.





Anchee Min: Azalea roja. Autobiografía. Barcelona, 1994. Ediciones B. Traducción de Rosa Arruti.
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In demand








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D. H. LAWRENCE - Mujeres enamoradas









     Le miró mientras él se sentaba sobre la orilla. Había cierta rigidez mojigata de escue­la dominguera sobre él, mojigata y detestable. Y sin embargo, al mismo tiempo, su molde era tan rápido y atractivo, proporcionaba una sensación tan grande de libertad: el molde de sus cejas, de su mandíbula, de todo su cuerpo, era tan vivo en alguna parte, a pesar de su aspecto enfermizo.
     Y era esa realidad de sentimientos que él creaba en ella la que hacía crecer un bello odio hacia él. Había su maravillosa y deseable rapidez vital, la rara cuali­dad de un hombre radicalmente deseable, y había al mismo tiempo el ridículo y maligno borrarse en un Salvator Mundi y un profesor de escuela dominical, un mojigato del tipo más tieso.
     Él miró hacia ella. Vio su rostro extrañamente arrebatado, como inflamado desde dentro por un poderoso y dulce fuego. Su calma quedó paralizada de asombro. Ella estaba rodeada y calentada por su propio fuego viviente. Paralizado de asombro y de atracción pura, perfecta, él se movió hacia ella. Estaba sentada como una reina extraña, casi sobrenatural en su centelleante riqueza sonriente.
     —La cuestión respecto del amor —dijo él mientras se ajustaba rápidamente su conciencia— es que odia­mos el mundo porque lo hemos vulgarizado. Su expre­sión debiera ser prescrita, prohibida por tabú durante muchos años, hasta que consigamos una idea nueva, mejor.
     Hubo un rayo de comprensión entre ellos.
     —Pero siempre significa la misma cosa.
     —Ah, por Dios, no, que no signifique eso ya —exclamó él—. Deje que desaparezcan los viejos signifi­cados.
     —Pero sigue siendo amor —persistió ella.
     Una luz extraña, perversa, le brillaba desde los ojos de ella.
     Él vaciló, frustrado, retrayéndose.
     —No —dijo él—, no es así. Dicho de ese modo, ja­más. Jamás en el mundo. No tiene sentido pronunciar la palabra.
     —Debo dejarle a usted la decisión de sacarlo del Arca del Pacto en el momento adecuado —se burló ella.
     Se miraron de nuevo. Ella se puso de pie repentina­mente, le volvió la espalda y se alejó caminando. Él se levantó también lentamente y fue hacia el borde del agua, donde poniéndose en cuclillas comenzó a entre­tenerse inconscientemente. Cogiendo una margarita la dejó caer sobre el estanque, de manera que el tallo era como una quilla y la flor flotaba como un peque­ño lirio acuático, mirando con su rostro abierto hacia el cielo. Dio una lenta vuelta alrededor de sí misma, con una danza lenta de derviche, a medida que se alejaba. Él la miró y lanzó luego otra margarita al agua, y otra después de ésa, y se sentó contemplándolas con ojos brillantes, absueltos, sentado sobre la orilla. Úrsula se volvió para mirar. Era poseída por un senti­miento extraño, como si estuviese ocurriendo algo. Pero todo era intangible. Y estaba instalándose sobre ella alguna especie de control. Ella no podía saberlo. Sólo podía contemplar los pequeños discos brillantes de las mariposas derivando lentamente sobre el agua oscura, lustrosa. La pequeña flotilla se movía hacia la luz, una compañía de puntos blancos en la distancia.
     —Vamos a la orilla para seguirlos —dijo ella, teme­rosa de estar más tiempo aprisionada en la isla. Y desembarrancaron la batea.
     A ella le gustó estar de nuevo sobre la tierra libre. Caminó a lo largo del talud hacia la esclusa. Las mar­garitas estaban desparramadas sobre el estanque, pe­queñas cosas radiantes como una exaltación, puntas de exaltación aquí y allá. ¿Por qué le emocionaban a ella tan fuerte y místicamente?
     —Mire —dijo él—, su barco de papel púrpura las escolta y forman un convoy de balsas.
     Algunas de las margaritas se acercaron lentamente hacia ella, vacilando, creando un pequeño cotillón tí­mido y brillante sobre la oscura agua clara. Su candor alegre y brillante la emocionó tanto cuando se acerca­ron que casi estalló en lágrimas.
     —¿Por qué son tan encantadoras? —exclamó—. ¿Por qué me parecen tan encantadoras?
     —Son flores preciosas —dijo él, sintiéndose compri­mido por los tonos emocionales de ella—. Sabe que una margarita es una compañía de florecillas, un con­curso hecho individual. ¿No las sitúan los botánicos en el lugar más alto de la línea de desarrollo? Creo que sí.
     —Las compuestas sí, pienso —dijo Úrsula, que nun­ca estaba muy segura de nada. Cosas que sabía per­fectamente bien en un momento parecían hacerse du­dosas al siguiente.
     —Explíquelo entonces —dijo él—. La margarita es una perfecta democracia pequeña, por lo cual es la más alta de las flores, y de ahí su encanto.
     —No —exclamó ella—, no..., nunca. No es demo­crática.
     —No —admitió él—. Es la muchedumbre dorada del proletariado, rodeada por una espectacular valla blanca de ricos ociosos.
     —¡Qué odiosos... sus odiosos órdenes sociales! —ex­clamó ella.
     —¡Bastante! Es una margarita..., la dejaremos tran­quila.
     —Hágalo. Déjela ser una vez caballo oscuro —dijo ella—, si algo puede ser un caballo oscuro para usted —añadió satíricamente.
     Quedaron uno junto a otro olvidadizos. Como si es­tuviesen algo aturdidos, ambos estaban inmóviles, ape­nas conscientes. El pequeño conflicto en el que habían caído desgarraba su conciencia, les había dejado como dos fuerzas impersonales allí en contacto.
     Él se hizo consciente del lapso. Deseaba decir algo, volver a un terreno nuevo y más común.
     —¿Sabe —dijo— que vivo aquí en el molino? ¿No piensa que podemos pasar algunos buenos ratos?
     —¿Es así? —dijo ella, ignorando toda su implicación de intimidad admitida.
     Él se recompuso al punto, se hizo normalmente distante.
     —Si descubro que puedo vivir suficientemente por mí mismo —continuó él—, abandonaré mi trabajo. Ha llegado a morir para mí. No creo en la humanidad de la cual pretendo ser parte, me importan un bledo los ideales sociales, odio la forma orgánica agonizante de la humanidad social..., por lo cual trabajar en la edu­cación no puede ser distinto de hacer trampas. Aban­donaré ese trabajo tan pronto como tenga las cosas bastante claras, mañana quizás, y esté solo.
     —¿Tiene bastante para vivir? —preguntó Ursula.
     —Sí..., tengo aproximadamente cuatrocientas libras anuales. Eso me lo pone fácil.
     Hubo una pausa.
     —¿Y qué hay de Hermione? —preguntó Ursula.
     —Se terminó, finalmente..., un puro fracaso, y nun­ca habría podido ser de otro modo.
     —¿Pero se siguen conociendo el uno al otro?
     —Mal podríamos pretender ser extraños, ¿verdad?
     Hubo una pausa obstinada.
     —¿Pero no es eso una medida a medias? -acabó preguntando Úrsula.
     —No lo pienso así —dijo él—. Usted podrá decirme si lo es.
     Hubo otra vez una pausa de algunos minutos. Él es­taba pensando.
     —Uno debe arrojar lejos todo, todo...; dejar que todo se vaya para conseguir esa y última cosa que desea.
     —¿Qué cosa? —preguntó ella con desafío.
     —No lo sé..., libertad juntos -dijo él.
     Ella hubiese deseado que él hubiera dicho «amor». 
    


D. H. Lawrence: Mujeres enamoradas. Barcelona, 1983. Editorial Bruguera. Traducción de Antonio Escohotado.

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Be Still My Beating Heart ♥












                    Halo Aura Arts





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Quiasmo de carne








QUIASMO DE CARNE


                                         Vísceras cerebrales.
                                         Descoyuntada estructura.
                                         Sueños de papel manchado.
                                         De roja rotura dolor.
                                         Cuerpos que son hiedras
                                         sobre colchón de piedra.
                                         Sincronismo sin pragmatismo.
                                         Engulle miedo el volcán.
                                         Sexo con sentido.
                                         Contexto afligido.
                                         Simbiosis inocua.
                                         Congoja, gel y esponja.
                                         Falaz aurora pueril
                                         de vírgen desvirgada.
                                         Silencio sacrílego
                                         tras llamas de impotencia...
                                         Cupido rompe en agonía.



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Shades of Gray



*** Davy Jones, líder de The Monkees.
                        (1945-2012)


"Ésta la bailo por ti, Davy!".






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Desencuentro



*** Los de EmiMusic también ponen enlaces ocultos en youtube, como yo.

XD

Que haya descubierto este video que os pongo a continuación se debe al propio Tiziano Ferro, que lo comparte en Google +. ¡Asi da gusto!   ^_^

Gracias por tu generosidad, Tiziano!!!


Enlace directo: http://www.youtube.com/watch?feature=player_embedded&v=iCpX0EKG8Po




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Guerra de sexos








- ¡Dios! ¿Por qué has hecho a la mujer tan bella?
- Para que te enamores de ella.

- Entonces, ¿por qué la has hecho tan tonta?
- Para que se enamore de ti.


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Son sueños





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