—¿En qué piensas?
Ya ha oscurecido. Hemos dejado el banco y caminamos con dificultad por el laberinto de senderos iluminados que rodean el complejo. Me ha tomado del brazo; soy su escolta. Lo ha hecho por iniciativa propia. Puede que esté prendada de mí, aunque quizá sólo quiera evitar que me caiga. Sea como fuere, sonrío.
—Pienso en ti. —Responde con un ligero apretón en el brazo, y sé que se ha alegrado de oírme decir eso. Nuestra historia en común me permite reconocer las pistas, aunque ella no sea consciente de ellas—. Sé que no puedes recordar quién eres —prosigo—, pero yo sí, y cuando te miro, me siento bien.
Me da una palmada en el brazo y sonríe.
—Eres un hombre bueno, con un corazón de oro. Espero que en el pasado yo haya disfrutado de tu compañía tanto como ahora.
Damos unos pasos más, y finalmente manifiesta:
—Tengo que decirte algo.
—Adelante.
—Sospecho que tengo un admirador.
—¿Un admirador?
—Sí.
—¡Caramba!
—¿No me crees?
—Claro que te creo.
—Más te vale.
—¿Por qué?
—Porque creo que eres tú.
Pienso en sus palabras mientras caminamos en silencio, tomados del brazo, dejando atrás las habitaciones y el patio. Llegamos al jardín, donde la mayoría de las flores son silvestres, y la detengo. Hago un ramo de florecillas rojas, rosadas, amarillas, violetas. Se lo entrego y ella se lo acerca a la nariz. Aspira con los ojos cerrados, y murmura:
—Son maravillosas.
Sigue andando, con las flores en una mano y la otra apoyada en mi brazo. La gente nos mira, porque, según dicen, somos un milagro andante. En cierto modo es cierto, aunque ya casi nunca me siento afortunado.
—¿Crees que soy yo? —pregunto.
—Sí.
—¿Por qué?
—Porque encontré algo que habías escondido.
—¿Qué?
—Esto —dice, entregándome un trozo de papel—. Lo encontré debajo de mi almohada.
Lo leo, y dice:
Declina el cuerpo con mortal dolor,
pero yo sigo fiel a mi promesa,
un roce tierno que acaricia y besa
despertará la dicha del amor.
—¿Hay más? —pregunto.
—Encontré éste en el bolsillo de mi abrigo.
Sabe que nuestras almas eran una
y nunca se separarán por dentro;
resplandece tu faz con luz de luna,
te busco a ti y mi corazón encuentro.
—Ya veo —me limito a decir.
Seguimos andando mientras el Sol se hunde en el horizonte. Poco después, la luz plateada del crepúsculo es el único recordatorio del día, pero seguimos hablando de los poemas. El romanticismo la subyuga.
Cuando llegamos a la puerta, estoy cansado. Ella lo sabe, así que me detiene con la mano y me obliga a mirarla. Lo hago y advierto cuánto he encogido. Ahora, Allie y yo somos de la misma estatura. A veces me alegro de que no se dé cuenta de cuánto he cambiado. Se vuelve hacia mí y me mira largamente.
—¿Qué haces? —le pregunto.
—No quiero olvidarte ni olvidar este momento. Intento mantener vivo el recuerdo.
¿Funcionará esta vez? Sé que no. Es imposible. Pero me reservo mis pensamientos. Sonrío, porque sus palabras son conmovedoras.
—Gracias —respondo.
—Lo digo de veras. No quiero volver a olvidarte. Tú eres muy especial para mí. No sé qué habría hecho hoy sin ti.
Siento un nudo en la garganta. Sus palabras están cargadas de emoción, la misma emoción que siento yo cada vez que pienso en ella. Sé que eso es lo que me mantiene vivo, y en este momento la quiero más que nunca. Cómo me gustaría tener la fuerza necesaria para tomarla en brazos y llevarla al paraíso.
—No digas nada —dice—. Limitémonos a disfrutar de este momento.
Nicholas Sparks, El cuaderno de Noah. Barcelona, 1997. Emecé Editores. Traducción: María Eugenia Ciocchini Suárez.
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En esta situación lo mejor es el silencio, porque a veces el silencio lo dice todo.
ResponderEliminarUn beso.
En efecto, Driver. Hay silencios que lo dicen todo. Pero no todos...
ResponderEliminarBeso va!